Subí el jueves pasado a un avión que debía de partir de Barajas, rumbo a Berlín, a las 7.40 y ahí dentro me tuvieron una hora y media esperando porque se ve que por Madrid soplaba un viento fuerte y no dejaban despegar a los aviones. Uno, que se crio en Zaragoza, dónde el cierzo, cuando sopla con mala leche, avienta todo lo avientable. Uno, al que, mientras Felipe González ganaba las elecciones por primera vez (como hemos cambiado), le tiró de la moto el aire, que, en Zaragoza, al viento le llaman aire, parado en un semáforo, saliendo del colegio en el que cursaba COU. Uno que ha vivido lo absurdo de las mañas yendo a la peluquería, no le asustan estas nimiedades. Por eso, miraba repetidas veces al reloj, mientras la espera se dilataba. Luego, cuando por fin emprendimos el ascenso, el aeroplano se movió de forma importante, pero, no se sabe muy bien porque, a mí, las turbulencias en los aviones me divierten. Y ahí estuve con sonrisa en la cara, cuando, sin embargo, el Dragón Khan no me hace ni puñetera gracia. Otra incongruencia más a añadir a las incontables contradicciones que tengo.
El viento de cola ayudó a recuperar parte del retraso, y me fui directamente, tras aterrizar, de forma suave, a laborar con los teutones que me esperaban no sin cierto desagrado, porque no son muy amigos de impuntualidades, aunque la causa pueda ser achacada al Creador.
Ese viento no sé si venía a limpiar parte de la inmundicia y contaminación que nos rodea o es otra de las señales apocalípticas a las que casi, ya, nos estamos acostumbrando. Que, a mí, el Apocalipsis me parecía una flipada de San Juan, en un día que algo le había sentado mal, pero cada vez me acerco más a su releída, y aunque aún no soy capaz de descifrar la mayoría de sus rarezas, hay algunas de ellas que me parecen peligrosamente asimilables al devenir de los acontecimientos. Pero este asunto ya lo desarrollaré otro día.
Mi tardanza y retraso, trastocó la agenda pactada con mis compañeros de trabajo, y la entrada de la ópera, que me había agenciado con anterioridad y sin mucho convencimiento, ya que, ese 2 de noviembre tampoco hacían en Berlin y sus múltiples ofertas nada de campanillas, corría serio peligro de quedarse en mi mano, por no ser capaces de desarrollar lo mucho que teníamos que ver en el periodo que se me había quedado disponible. Menos mal que los barbaros son previsores hasta lo cansino y habían reservado una hora de buffer en la agenda, y entre eso y que después, en la cena, podíamos cerrar algún punto abierto, media hora antes del comienzo de la función, con un taxi reservado previamente a mi partida, echando leches a la Deutsche Oper que me fui.
Llegué 7 minutos antes de que comenzara, lo que en esos países es muchísimo tiempo, ya que, en algunos teatros, abriendo las puertas 15 minutos antes del comienzo, empiezan puntuales, y en la mayoría de los teatros de España, abriendo las puertas una hora antes, se empieza siempre entre 5 y 10 minutos tarde, por aquello del que más da.
Comenzó en hora, y como ya he comentado, a priori no estaba especialmente motivado e iba porque a algo hay que ir. Sin embargo, me encantó este Holandés errante, con cantantes de segundo o tercer nivel (aunque, en mi opinión, Elisabeth Teige es de primerísimo nivel, y pronto estará en el universo wagneriano pelándose con su paisana, que las noruegas están que se lo comen todo), con orquesta y coros en estado de gracia y puesta en escena sobrecogedora. Y es que a veces uno va con la ilusión puesta y sale defraudado y otras veces uno va porque hay que ir y además está enganchado a este invento y sale eufórico después de haber disfrutado como un enano (con perdón) y no tenerlo previsto.
La Deustche berlinesa, que es mucho más irregular que la Staatsoper berlinesa, cuenta con menos prestigio merecidamente y es que el muchas más obras al año le hace que los vaivenes sean evidentes y sea complicado mantener el nivel. Este año se han propuesto poner en escena todas las obras wagnerianas del canon de Bayreuth y han comenzado con buen pie. Curioso es, sin embargo, que este holandés, del que tan bien hablo, fuera interpretado mayoritariamente por americanos prácticamente desconocidos, fíjate tú.
La puesta en escena fue del coreógrafo y bailarín de prestigio Christian Spuck, que creo que la estrenó allá por el 2017, es decir antes de que el mundo empezase a irse por el desagüe. Es una puesta en escena muy teatral, muy oscura, con su charco de agua para que chapoteen y se acatarren los del coro y su bruma a modo de neblina para que se ahoguen los de la orquesta. Erik está constantemente en escena viendo pasar todo, como un alma en pena, un loco o un borracho, o las tres cosas a la vez, o combinaciones de dos en dos. No hay un derroche de color en el vestuario, sino más bien todo lo contrario, cómo no, muy bien coreografiado y con excelente dirección de actores, incluyendo al coro, tan importante en esta ópera, en una actuación muy trabajada. Cuatro cabos, unas lonas y unas máquinas de coser con las que va jugando, y una iluminación certera, componen un ambiente asfixiante que funciona perfectamente en conjunción con la música. Me gustó mucho.
La orquesta estuvo espléndida. Desde la obertura y sin decaer ni perder la tensión en ningún momento, cosa harto difícil, Ivan Repusic, croata muy ligado a la Deutsche, que se va abriendo camino con paso seguro, con una excelente orquesta en las manos, sacó brillo y belleza a una música espectacular, con momentos envolventes y apabullantes, desgranando miles de matices embriagadores.
El coro estuvo, a la par que la orquesta, también deslumbrante, con fuerza medida y desmedida, y enorme prestación.
El holandés fue Jordan Shanahan, gringo que sustituyó al lesionado Michael Volle, quien anunció su baja hace ya mucho tiempo y a quién yo hubiera preferido ver, no lo negaré. Jordan anduvo esforzado, en un papel complicado y lo sacó notablemente, que no es un sobresaliente, pero tampoco un aprobado justito, sino un notable, que es lo que acabo de decir. Barítono lírico, en el que el personaje es más romántico que tenebroso. Quizás ese punto de fiereza le faltó. En el dúo con Teige salió perdiendo por goleada, pero dejaron momentos bellísimos para los oídos.
La Senta de Elisabeth Teige, simplemente extraordinaria. Alguna otra función las va a cantar Vida Mikneviciute, la grandísima soprano lituana (que también están que se salen, las sopranos lituanas). Pues mira tú por dónde, que dudo mucho que lo haga mejor. La Teige compuso a una Senta histérica, trastornada, con una homogeneidad en el brillo metálico apabullante. La balada fue homérica.
Daland fue el único alemán de la noche, el bajo Tobias Kehrer. Extrañamente joven, una Dalan que como mucho era el hermano menor de Senta, presenta una voz de bajo, bajo, con buen timbre, pero falto de proyección.
Erik fue el yankee Robert Watson, quizás el más flojo de la noche. No fue un desastre, pero tenía un agudo llorón y tirante, con excesos de glotis, que no resultaba agradable.
El timonel fue el buen americano Matthew Newlin, miembro del ensemble berlinés y que fue Matteo en la Arabella madrileña.
Mary fue Lauren Decker, una mezzo ¿a que no adivinas de dónde? De los USA.
Y de ahí a cenar corriendo con excelentes viandas y mediocre compañía, ya que las cenas de trabajo se me suelen indigestar. Por ello no las alargo nunca más de lo necesario. Es más, las corto en cuento puedo, y eso hice, con los deberes hechos, lo laboral cerrado y lo adicional también.
Y me fui al hotel para acabar la noche releyendo a Eduardo Mendoza y su tocador de señoras. Me encanta el Mendoza irónico y mordaz.
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