Siempre he pensado que, para guardar el mínimo equilibrio mental (y aun así cuesta), en la vida necesito cambios y rutina por partes iguales y en equilibrio inestable. Así es mi contradicción, así es nuestra contradicción, pura incongruencia. Cierto que hay gente que se encuentra cómoda en el cambio permanente y en el caos. Siempre ha habido gente que le gusta jugar en terreno embarrado y a mí, a veces me va la marcha y si no tengo lio, si no tengo problemas, los creo o me los invento. También están los que se encuentran bien en el orden más absoluto y eternamente inmutable, en la vida contemplativa, y yo tampoco dejo de encontrarle un gran atractivo.
Sin embargo, como la mayoría de los mortales, realmente me nutro de ambas: cambios y sorpresas, como crecimiento vital, y, por otro lado, orden, una rutina de horarios y de costumbres, para no caer en la locura de la falta de referencias y reposar de la batalla que es sobrevivir.
Pues lo mismo le pasa al Palau de Les Arts, como criatura que es, que siente y padece.
En el ala de la rutina, nuestros queridos dirigentes de Les Arts han instaurado una, que supone una operita, opereta o cosa, cada año en el pequeño Martín y Soler, cantando por los chavales del Centro de Perfeccionamiento, de esas que componían los García (Manueles o Pauline Viardot) para sus alumnos, acompañadas por un piano y que presentaban en los salones aristocráticos de París, y también, anualmente, una ópera barroca o clásica de esas llevan de tournée Marc Minkowski con Les Musiciens du Louvre o William Christie con Les arts Florissants. Y esta rutina es deliciosa y me da estabilidad mental en la esquizofrenia paranoide en la que estoy inmerso.
Sirva esta torpe introducción para, brevemente, cronicar mis dos últimas funciones que me sirven, entre otras cosas, para apuntar más muescas en la culata de obras distintas vistas, aunque lejos estoy, con 156, de el gran Tunner y otros ilustres e idolatrados contertulios. Aunque la de Pauline está más lejos de una ópera que un musical de Broadway, y no debería puntuar.
Comenzaré con la ópera/opereta/cosa que fue la Cendrillon de Pauline Viardot que, como anteriormente fueron L’Isola disabitata y Un avvertimento ai gelosi de su padre Manuel García, fue un corto y gracioso entretenimiento para que los alumnos del Centro de Perfeccionamiento no se aburran. En otros tiempos, cuando el Centro se llamaba como un gran tenor, de los más grandes y censurado por rumores, y los dirigía Alberto Zedda, se enfrentaban a óperas de verdad, con orquesta y todo. Pero eran otros tiempos, y ahora se pasa de curso sin aprobar y se estudian las matemáticas con perspectiva de género (prespectiva, que diría Begoña).
Cendrillon se presentó con una puesta en escena de Joan Font en la que cambió el texto, cambió la música y añadió morcillas como algún cuplé, algún añadido zarzuelero e incluso una canción de la Horta con la Maredeuta de por medio.
Como no era Tosca, nadie conocía la obra (algunos pensaron que la Viardot escribió los cuplés e incluso la canción en valencià), y no se paseó en pelotas nadie, pues no se lio la mundial, y el único que se levantó airado y se fue, fue un crítico local, de personalidad marcada, convicciones fuertes y muy conocido en Valencia. Creo que es el único que publicó algo, indignado, cómo no.
Los chavales, bastante bien, implicados en lo actoral, y sin grandes dificultades en lo vocal. Habrá que verlos cantar con orquesta y en un teatro que no sea de Guiñol (el Martin y Soler tiene 400 localidades).
Me gustaría destacar a 3, aunque el resto y el pianista/director, tampoco desentonaron, nunca mejor dicho.
La Cendrillon de Rosa Dávila, fenomenal, el Barón de Pictordu de Marcelo Sólis, muy convincente, en su línea, y el Conde Barigoule de Maximiliano Spósito hizo que le augurásemos un prometedor futuro.
A Radames y al Gato Montés, que andaban por ahí, les gustó el entretenimiento servido, incluyendo las morcillas, y es que alguno de ellos es muy de cuplés, y si son picantes mejor. Realmente, el compañero y amigo realmente experto cuplés, no estaba en la sala. No citaré si nombre, por si no le conviene, pero su Nick empieza por D y acaba por l y es un auténtico experto en Rosita Amores, que eso, es decir mucho.
Pasando ya a la Alcina, que es la que manda en este hilo al que me he adherido, poco que añadir a lo ya dicho por Tunner.
Una ópera barroca, versión concierto y de 4 horas de duración, es a priori, un ladrillo importante, una formidable ocasión para sestear cómodamente, ya que, al despertarse, normalmente se puede seguir escuchándola como si tal cosa, como si no se hubiera perdido nada.
Pues en este caso fue una delicia. No diré que se me hizo corta, porque tampoco hay que venirse arriba, pero hay obras de menor duración que se me han hecho más largas. Y también, que no di ni una pequeña cabezadita.
Los culpables, primero Georg Friedrich, que en Alcina llegó a cotas de belleza elevadísimas. Y después Marc Minkowski y los maravillosos Musiciens du Louvre, que me quedaría corto en adjetivos para describir su actuación, del conjunto y de los solistas (primer violín, violonchelista, y flautistas). Maravillosos.
Magdalena Kozena fue una soberbia Alcina. Erin Morley una descontrolada Morgana, pero muy entregada. El Bradamante de Elizabeth DeShong me gustó a pesar de sus cambios rotundos de color entre unos graves oscuros y entubados y unos agudos claros y de menor volumen, pero muy correcta en las agilidades. Ruggiero fue Anna Bonitatibus, de apellido declinado en latín y a quien no tenía el gusto de conocer, con agilidades más turbias y medios más escasos. Alex Rosen fue un lujo de bajo cantante con una voz bellísima, sincera, sin trampas y cargada de armónicos.
El contratenor Alois Mühlbacher fue flojo, pero para mí el que fue un desastre fue el tenor Valerio Contaldo. ¡Que malo, Dios mío! ¡Y algunos le aplaudieron e incluso bravearon! Clara-mente aplaudían la coloratura ya que coincidía con los momentos de agilidad que, él, acababa de destrozar con voz agria, abierta, sin apoyo y desafinada.
Empecé a las 6 de la tarde y salí a las diez y diez de la noche, encantado de la vida. Con eso está todo dicho.
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