Le faltan pocas, sí, pero nunca se planteó grabarlas todas.
Siguiendo con el piano:
CHOPIN: Études (Lisiecki DG, 2013)
Esta es la primera vez que le presto atención detenida a este pianista canadiense al que tenía hasta hace poco como uno de esos fenómenos Youtube, pero que ya va acumulando una importante carrera concertística y discográfica. Había leído de su afinidad con Chopin –supongo que por las raíces polacas-, así que me he decidido por estos
Études y creo que no ha sido una decisión acertada. Se trata de una obra que acredita si el intérprete tiene los papeles en regla, pero hace falta ser un gran artista y tener una considerable madurez para trascender el mero carácter de manual para estudiantes avanzados con que Chopin supuestamente la concibió. El jovencísimo Lisiecki no me transmite esa impresión. Su ejecución es diáfana, flexible y ajena a extravagancias. Presume, según he leído en alguna entrevista, de “naturalidad”, pero en el arte la naturalidad es un logro que requiere sabiduría y un gran esfuerzo; supongo que en este caso lo que quiere decir es que se transita por pasajes difíciles con seguridad y que se renuncia a fáciles efectos con las dinámicas o con una lectura “creativa” de la partitura (buen ejemplo el primer estudio del opus 10, en el que elude la tentación de subrayar los acordes de la mano izquierda para dejar todo el protagonismo a la derecha).
Tampoco es del todo cierto que Lisiecki no fuerce algunos de los estudios, hasta transmitir una cierta artificiosidad. Lo hace, sobre todo, en algunos tempi extremos, sobre todo en los lentos, pero también ocurre en el presto de la segunda pieza del opus 25 (
“Las abejas”), que interpreta veinte segundos más rápido que dos pianistas tan diferentes como Arrau o Lang Lang, por ejemplo, sin demostrar tampoco mayor agilidad de dedos y provocando en cambio que la endemoniada polirritmia emborrone el legato de la melodía. No obstante, las prisas no son la regla (ejemplo de contención, el nº 4 del opus 10), hay poco que objetar a otras piezas muy técnicas, como esos estudios en Sol bemol sin apenas teclas blancas, y el
Viento de Invierno (op. 25, nº 11) demuestra que Lisiecki es capaz de mantener viva la melodía a través de todas las pruebas que propone el compositor (escalas vertiginosas, saltos de octavas, complicadas articulaciones, etc.).
¿Qué le falta entonces a la rutilante estrella de Deutsche Grammophon? Seguramente, nada que se pueda reprochar a un veinteañero. El secreto para dotar de drama a una obrita que se ha estado tocando desde niño, como
Tristeza, sin reinventarla, el humanismo para comprender las vivencias del también veinteañero que escribió el estudio “Revolucionario” (el último del opus 10), tan distintas a las de un chaval de Toronto, o la experiencia para que el opus 25, nº 7 (
“Cello”) convierta el diálogo entre ambas manos o entre dos instrumentos en una conversación con dos visiones diferentes sobre la vida.