Con este Ocaso concluimos el Anillo de Levine en el Met, en la clásica y tradicional producción de
Otto Schenk y
Günther Schneider-Siemssen. Tras unas dos jornadas precedentes subiendo el nivel de forma paulatina, este Anillo se cierra con broche de oro. Valga la redundancia, desde el Oro no se había visto un nivel esperable a lo que esta obra merece.
La puesta en escena es un éxito. Inspirados, los autores consiguen transmitir drama y belleza escénica. También ayuda el talento del reparto, formado por auténticos cantantes-actores. El prólogo empieza con una ambientación oscura, un cielo nocturno, pero en un tono casi grisáceo, como si la luz de la luna hiciese más sombría la escena de las nornas. Todo cambia a un amanecer radiante en el dúo de los protagonistas. Maravilloso el momento en que Brunilda, visiblemente triste, despide con entusiasmo a Sigfrido al escuchar su cuerno. El palacio de los Gibich es uno de los logros de la producción: la sala es todo un mastodonte de piedra, de dos plantas, con un paisaje del Rin cruzando un valle y con un precioso cielo dorado de atardecer como fondo. No es menos la imponente fachada donde se celebra la doble boda: dos torres enormes e imponentes de se alzan al cielo, de ese palacio pétreo de aspecto vikingo. El tercer acto es el más bello, y quizá de lo mejor del ciclo: el primer cuadro es un paisaje donde está el Rin, a cuyas orillas están sus hijas, a las que solo se ve hasta los hombros. La marcha fúnebre no siempre es representada, pero aquí lo está con todo el honor: los hombres llevan al héroe triste y solemnemente por todo el escenario hasta la mitad del interludio.
Wagner, con sus acotaciones escénicas difícilmente realizables para un teatro incluso en este siglo, anticipaba la llegada del cine con el final de la obra. Este montaje supera el reto y emociona. Tras encender la pira, Brunilda se arroja al fuego y sale una chispa. Todo el palacio se desmorona, consumido por el fuego, derrumbándose (con el escenario de la sala, la primera planta, hundiéndose). Las torres del palacio también caen, dejando las ruinas. Al fondo se ve de nuevo a las hijas del Rin con el Anillo mientras Hagen desaparece en las profundidades. Poco después, esta imagen desaparece para verse, proyectado, el Walhalla ardiendo y desmoronándose. Al desvanecerse la fortaleza de los dioses se ve el cielo de color azul marino, con las aguas del Rin detrás de las ruinas. En el cielo aparece una brillante y enorme luz. El pueblo se acerca a las ruinas para ver el desolador paisaje, y cae el telón. Es el fin de la era de los dioses y una nueva oportunidad para la humanidad, un nuevo comienzo y quizá una nueva esperanza.
James Levine dirige la orquesta del Met ciertamente más inspirado que en las otras dos jornadas, con un comienzo melancólico, elegíaco de la orquesta. En los interludios destaca notablemente, como en el Viaje de Sigfrido por el Rin, el interludio entre la segunda y tercera escenas o la marcha fúnebre, además de emocionar en el final. Por lo demás, se dedica de nuevo a acompañar a los solistas, pero esta vez con un nivel competente que sirve al drama. Estupenda la percusión.
Siegfried Jerusalem se consagra aquí como el Sigfrido de su tiempo. Incluso con esa voz peculiar, ya cansado, tiene profundizada esa candidez y socarronería del personaje. Conmovedor en la escena de su muerte, y con una voz que aunque le presenta dificultades, sabe compensar, por ejemplo con su sonido heróico, especialmente en la narración de su juventud en el tercer acto.
Hildegard Behrens es aún una gran Brunilda, pese a estar también agotada. A nivel interpretativo es intachable: su autoridad escénica, su temperamento dramático se hacen notar cuando está en escena. Su personaje tiene las emociones a flor de piel, haciendolo más humano y creíble. Vocalmente da una de cal y otra de arena: en algunos momentos logra estupendos agudos, en otros está demasiado quebrada. En el final, para el que parece reservarse, está espléndida, con un decente registro medio y aunque los agudos pueden darle problemas sabe compensarlo con sus tablas de animal escénico. Una gran versión pese a todo.
Matti Salminen es el triunfador del reparto. Aquí aparece en su mejor momento, con la voz poderosa, bien emitida, un bello canto de bajo profundo, temible en los
Hoiho! del acto segundo y al mismo tiempo un gran actor. Trasmite la brutalidad y astucia de su malvado personaje, con un
Zuruck von Ring final que resulta un grito de rabia y desesperación. Él domina la función y ésta mejora con él.
Christa Ludwig mejora como Waltraute su Fricka de Walkiria. La tesitura aquí le da menos problemas y es capaz de dar grandes momentos con lo que queda de su voz, como su habitualmente bella y dramática zona media, aunque los agudos ya estén gritados. Digna despedida de una artista tan excelsa.
Los Gibichungos cumplen en sus roles.
Anthony Raffell es un correcto Gunther, si bien como actor transmite la cobardía e inseguridad de su personaje.
Hanna Lisowska es una Gutrune de buena y dulce voz e interesante grave, aunque físicamente es muy madura para el rol, pareciendo una solterona.
Ekkehard Wlaschiha es un correcto Alberich, cantando bien pero sin más.
Las Hijas del Rin y las Nornas están en un nivel digno, aunque no como el de Bayreuth. A destacar a
Andrea Gruber como Tercera Norna, que estaba haciendo carrera entonces.
Este Anillo me ha resultado un poco decepcionante, dado lo que esperaba de él. Al ser la única opción clásica disponible en el mercado, los sectores más conservadores del wagnerismo la tienen mitificada como la opción "a seguir", cuando en realidad puede ser bastante mejorable. Sin embargo, resulta emocionante ver las obras de Wagner en la era mitológica en la que el compositor las situó. Y resulta conmovedor, sobrecogedor ver ese espectacular final, con ese Walhalla ardiendo. Con indiferencia de cómo sea el resultado global, siempre al acabar un Anillo uno se queda un poco tocado, después de haber presenciado una obra tan magna. Y siempre quedan ganas de seguir explorando más ciclos.