Hace muchos años que vi esta producción legendaria en VHS. Ahora me ha picado la curiosidad y no me ha defraudado en absoluto, pese a alguna pega.
La producción de Turandot dirigida por
Franco Zeffirelli es todo un clásico, y su montaje sigue programándose en Nueva York y en Verona. La espectacularidad, el horror vacui tendente a la sobrecarga son ya marca de la casa tanto del italiano como de aquel Met.
Y es que este montaje es Turandot en su quintaesencia. No tanto por las emociones de los personajes sino por ese exotismo que tanto atrajo a los compositores del tiempo de Puccini, con puestas en escena Hollywoodienses. Todo en Zeffirelli es grandilocuente, todo es un despliegue de cientos de figurantes y artistas. Y sin embargo, en Turandot funciona por todo lo dicho anteriormente.
Nada más abrirse el telón se ve una reconstrucción de una callejuela de casas de madera y todo un gentío moviéndose por el escenario, transmitiendo la sensación que causa la ejecución de cada príncipe, una sociedad adicta al morbo de ver cabezas rodando por orden de la gélida princesa. Vemos dragones, musculosos verdugos afilando sus espadas, niños budistas vestidos de blanco, cabezas de los pretendientes de Turandot colgados en palos y la primera aparición de la princesa en una pagoda china, rodeada de doncellas.
Claro está, que el punto álgido es el segundo acto, con ese salón del trono donde predomina el color dorado, con figurantes danzando, y retirando los velos con cada acierto de Calaf. El emperador Altoum aparece de riguroso negro, y cada aparición de Turandot es un espectáculo en sí mismo, como corresponde a una hija de soberano.
En el tercer acto vemos un delicioso paisaje nocturno con un lago. Los ministros ofrecen a Calaf ágiles bailarinas y ricos tesoros. Zeffirelli intenta, con su estilo peplum, ser lo más fiel al libreto de Adami y Simone. El vestuario y la coreografia de
Chiang Ching terminan de subrayar este recomendable espectáculo para todo el que quiera tomar un contacto visual con la obra.
James Levine dirige una orquesta que está en plenitud total, sacando de la misma la opulencia requerida. Siempre es un placer escucharlo dirigiendo a esta orquesta.
Eva Marton interpreta a Turandot. Aquí está en la cúspide de su dilatada carrera. La voz está en plenitud, con unos agudos de soprano dramática realmente en su sitio. A veces puede resultar demasiado desgarbada cuando declama algunas frases (algo que le viene bien a Elektra, pero no tanto a la princesa de hielo), pero da una grandísima noche de ópera.
Plácido Domingo está también en su mejor momento. Primero por su porte ideal para el valiente príncipe ignoto, esa hombría heróica que transmite y que hace más creíble los sentimientos de Liù y Turandot y luego por sus dotes actorales. Aunque la interpretación es apasionada y entregada, hay momentos en que está fatigado o incluso cala las notas, como ese gallo en
Gli enigmi sono tre, la morte è una! Pero se le perdona, porque su bellísimo centro sumado a su pasión interpretativa siguen cautivando, incluso a día de hoy.
Leona Mitchell es una Liù bastante buena,
Paul Plishka igualmente un gran Timur, y hay que destacar al legendario
Hugues Cuénod, quien debutaba en el Met a los 84 años. Su Altoum es venerable, frágil pero emana autoridad. Vocalmente cumple con su parte, dentro de lo que la edad le permite aunque frasee demasiado rápido para mi gusto.
Los demás comprimarios, en el nivel habitual del Met y el Coro como siempre, fabuloso.
Una función apoteósica y de visionado obligatorio tanto para entusiastas de la obra como para todo el que se inicie en la misma.