Es que la forma no basta.
Y tampoco es que la forma musical de que Karl Böhm dota a la obra sea una cosa así alucinante (más bien lo que tenemos son ritmos tirando a moderados, para que ni cantantes ni orquesta se agobien mucho al meter las notas, y ya), pero al menos, dentro de un lenguaje neoclásico, previo a la adagiofobia y, sobre todo, a la armónicofobia que se vinieron a llamar historicismo, "cuadra" (no siempre) y suena todo bastante fino. Pero el esmero prefilológico por la forma (una entrada artificialísima de los campesinos, con los coros picando su nota tenida en
che piacer, che piacer che sarà, la pobre Reri Grist haciendo una cesura en cada coma de
son ben io quel che può far) no se traduce en significados nuevos, y sobre todo, no nos salva de una deprimente falta de teatro. Algo cuya responsabilidad solo cabe atribuir al reparto de forma parcial, porque aunque es cierto que cada uno va a su bola (y son bolas demasiado distintas) se espera en balde del maestro (y también era su tarea) algún criterio común sobre de qué va todo esto.
Dietrich Fischer-Dieskau no sabe cantar mal y hace aquí y allá frases muy hermosas, pero aparte de que está bastante mal de voz (casi cada ascenso al Mi3 -y anda que no hay- le queda tenso y blanquecino) no emula de ninguna forma el sensacional personaje que creó en la grabación de Ferenc Fricsay. Convencido de que nadie entiende nada de la ópera salvo él y que le corresponde expresarlo todo, convierte el cerebral depredador de entonces en un Don Giovanni hipervitaminado, hiperexcedido, pretendidamente humorístico y finalmente banal. Ezio Flagello canta estupendamente, pero mira alrededor, se da cuenta de que musicalmente NADIE habla su idioma (si eso un poquito el -muy buen- Masetto de Alfredo Mariotti) y el pobre hombre se cohíbe, de forma que no trabaja (ni Böhm le hace trabajar) un fraseo que dotase de personalidad propia a su amable pero soso Leporello (en abierta contradicción además, vista su pulcritud por afinar, con un Don Giovanni que ha decidido que la expresión es muy prioritaria a la posición de la nota). Martti Talvela es un Comendador voluminoso, y Peter Schreier (entonces una joven promesa) suple con toda la musicalidad que puede la llamativa modestia de su instrumento, la artificiosidad de la línea y sus dificultades con el italiano.
La mejor de las mujeres (y del disco entero) es Martina Arroyo, que en su moderación expresiva, se aparta del modelo de la Doña Elvira dolorosa y melancólica, y a través de una vocalidad de granito y un fiato homogéneo y privilegiado, la transforma en un personaje erguido ante su destino y glorioso de voz (hay frases del personaje que nunca se han cantado así). A su lado, Reri Grist (y me da pena decirlo porque yo soy muy de la Grist) se limita a hacer de la ratita presumida, y puesta ahí entre Brünnhilde, Aida y el aburrimiento total de Böhm, le queda especialmente mal.
Y luego está la Nilsson, que es un CASO. A ver, Doña Ana no es una soprano dramática porque es una soprano dramática y ya está, sino que lo es porque hace expresivas, tensas, fatales, las corcheas en movimiento con que Mozart transmite sus ansias, y porque comanda unos cuantos momentos concertantes con un instrumento que se espera imperial. Y además, tiene su propia pieza de coloratura virtuosística. Pues bien, Nilsson (que ya había grabado la parte con Erich Leinsdorf y ni tan mal) aquí no hace nada de todo eso.
Non mi dir, así lentito, no queda tan mal, pero la forma de emborronar frases como C
ome furia disperata ti saprò perseguitar, la falta de iniciativa vocal en la escena de las máscaras o el sexteto del acto II, los graves problemas de afinación en los La4 de Or sai chi l’onore (o en el pasaje de
Viva la libertà, que es PAVOROSO), aparte de la dicción borrosísima y la ausencia de personaje, la hacen una Anna que no aporta nada ni a Mozart a ni su carrera.
En suma, un disco que pudo ser muy grande pero que, escuchado hoy, solo tiene de asombroso la fastuosa vocalidad de Martina Arroyo.