La Casta Diva no es la Casta Diva por casualidad.
La que fue tenida por Lord Harewood como la pieza máxima de la literatura musical para soprano, que aúna técnica y expresión precisamente en la calma lunar del canto, volviendo inexcusable una perfección inmaculada de la línea vocal, define por entero no solo un personaje, sino un compositor y casi una concepción del canto. La escena completa, con un imperial recitativo, el aria histórica, un espinoso tempo di mezzo (qué frase más traidora, y qué elocuente sobre la cantante titular, es
dal druídico delubro la mia voce tuonerà) y una complicadísima cabaletta, explica por sí misma qué es el bel canto y qué es la ópera italiana.
Y en 1979, vocalmente Renata Scotto no puede con esa escena. Astuta como pocas, trata de trasformar el aria en una especie de meditación interior, una oración onírica y privada, en lugar de una ceremonia en que Norma encarne la mediación entre lo humano y la divinidad, pero aunque la idea no es mala, termina no funcionando, sobre todo porque una cabaletta de lo más insatisfactoria termina por volatilizar la credibilidad de la escena.
Lo cual resulta trágico, no solo porque Scotto había hecho en vivo Casta Divas estupendas, sino porque a partir de ahí, Renata Scotto (que tras cantarse sus buenas Aminas, Giuliettas y Alaides, no necesita que le expliquen el lenguaje belliniano) crea uno de los personajes más completos de su carrera, que no había presentado perfiles tan definidos desde las asunciones de Maria Callas. Todas las posibles emociones de esta mujer contradictoria, poderosa y frágil, juez y pecadora, necesitada de cariño y secretamente madre, se plasman en la asunción de la soprano de Savona con una claridad desconcertante (el contraste de estados de ánimo en el dúo
In mia man alfin tu sei lleva el fraseo al paroxismo), de una modernidad sorprendente incluso en las frase más nimias: la ilusión ya teñida de desconfianza en
Ei tornerà pentito, un
Sì, Norma que resume todo el dúo que lo sigue, un
È tardi desprovisto de todo énfasis, lo cual lo hace mucho más cruel, etc. Diría que no se ha vuelto a oir un
Dormono entrambi con esa capacidad hipnótica o una escena final donde la ternura por morir amada se conjuga de forma tan fascinante con la dignidad ante el sacrificio. Una Norma incompleta, de acuerdo, pero ¡qué Norma!
Troyanos lleva al disco oficial un papel que le dio grandes éxitos (Scala 1977, Vancouver 1981) y donde, junto a una prestación vocal francamente reseñable, pese a las puntuales complicaciones del agudo abierto y el grave sordo (los dúos con Scotto son estupendos), emerge una tierna pero intensa feminidad, nada ingenua y siempre un punto enigmática. Cualidad esta última que tiendo a pensar que es parcialmente involuntaria; que surge, más que de una apuesta artística consciente, del resultado de una emisión un punto gutural y una dicción un punto difuminada, creando así, de forma "natural", la impresión de que sus personajes guardan más de lo que expresan. Fuese como fuere, cuando esa expresividad realza la sutileza de algunos roles (Charlotte, Adalgisa) su canto adquiere un atractivo peculiar y completamente persuasivo.
Giacomini es el menos interesante de los cantantes principales, sobrado de medios en la línea de los Polliones gladiadores pero bastante genérico de acento. Sin embargo, en justicia hay que decir que no canta mal ni provoca ningún momento embarazoso.
Confieso que me siento culpable por la falta de afecto que he profesado durante años por Paul Plishka. Lo he tenido por mucho tiempo como un señor, a lo sumo, "adecuado": aparecía a menudo en grabaciones meritorias pero no mis predilectas, y no tenía un instrumento opulento ni una línea impoluta ni una pericia técnica memorable ni una personalidad teatral desbordante. Y sin embargo, con el tiempo he ido apreciando que es un señor que siempre resulta apropiado, que nunca está mal, y sale con muchísimo decoro de las situaciones musicales más comprometidas. Lo que ocurre es que, por muy bien que se quiera estar, tampoco Oroveso es un papel por el que un bajo se hace memorable, y la lentísima visión de Levine de toda la escena de
Ah, del Tebro al giogo indegno tampoco le beneficia. Con lo cual, cuando más predispuesto estaba yo a verle "algo más" a Plishka, me he encontrado con la consueta prestación cumplidora y ya.
Levine, que ya había llevado al disco esta ópera (con una protagonista del todo problemática, Beverly Sills), trata de crear la atmósfera más teatral que puede en torno a Scotto, pero solo lo consigue a medias: hay tensión y el discurso nunca decae, pero las escenas (algo pasadas) de brío no se equilibran bien con las (algo pasadas) de solemnidad, aparte de que la melodía belliniana exige un punto más de "aliento" que el maestro americano no siempre sabe proporcionarle.
En suma, una Norma fascinante y obligada para los amantes del fraseo portentoso de Renata Scotto y su concepto del teatro musical, pero sin Casta Diva y que no satisfará a quienes desean esta ópera servida con mayor plenitud instrumental.