Visité Pamplona el sábado con dos deseos y un temor. Los dos deseos eran disfrutar del arte de Juan Diego Flórez y aclarar en vivo el momento de su evolución canora y artística. El temor era la escasa adecuación de la sala a las cualidades del tenor peruano. Empezando por esto último, las impresiones fueron cambiando a lo largo de la velada. El teatro Baluarte es un sitio de considerables dimensiones con acústica más bien ingrata y una localidad de gallinero como la mía no era la ideal para la voz poco caudalosa de Juan Diego; los primeros minutos, el oyente acusa los resultados. Sin embargo, la notable proyección de esa voz se va imponiendo, especialmente cuando el cantante va entrando en un repertorio cada vez más expansivo. El contraste llama la atención cuando Flórez empieza a dirigirse al público y uno apenas adivina lo que está diciendo, que es precisamente un chistoso comentario sobre el tamaño “real” de su voz.
Así que me apresuro a decir que el público se lo pasó en grande, también mis acompañantes –poco representativos del público operístico- y yo mismo, aunque más de una vez les he confesado mi escaso grado de florezimiento (en el hilo futbolero sería, supongo, un peligroso antiflorezido
). Y es que el repertorio tradicional y el tipo vocal de Flórez no es precisamente de los que me emocionan, pero hay que tener unos oídos comatosos para no rendirse ante unas cualidades tan indudables y conocidas que no merece la pena insistir en ellas. Repertorio y tipología vocal de JDF copan la primera parte del recital, que empieza y termina con Rossini. Respecto a la gira de febrero, se sacrifica el fragmento de
Semiramide, una lástima porque el control del fiato sigue siendo una de las cualidades incontestables de nuestro protagonista. A mi juicio, algo por debajo estuvieron las prestaciones en las dos piezas mozartianas. No hay más que recordar el
Ich baue ganz auf seine Stärke de Wunderlich –y aquí sí que es pertinente la comparación, porque estamos hablando de cantantes históricos- para comprender que a Flórez le falta un punto para lo que podríamos llamar “humanizar el artificio”, como han hecho los más grandes intérpretes de Mozart. También se acusó antes del descanso un cierto endurecimiento en las agilidades respecto a la voz de hace diez años, pero el nivel es tan extraordinario que sería rácano reprochárselo. Eso sí, ya dirán los amigos madrileños si en el Real acorta tanto los agudos de
Ah, come mai non senti.
La segunda parte del recital fue también muy disfrutable, pero no sirvió para aclarar(me) hacia dónde debería dirigirse la trayectoria de JDF. El trabajo con el centro de la tesitura y el ensanchamiento de la voz son impresionantes. La comunicación franca y directa que logró en las canciones de Leoncavallo y en
Che gelida manina -seguramente el momento culminante de la velada- habrían sido inimaginables hace unos años. Con el
Pourquoi me reveiller se puede ser pejiguero en ciertos detalles, pero es una versión muy notable; solo comparar la dicción de aquella
Fille en DVD con la que ahora despliega ya lo dice todo. Sin embargo, ay, después vino Verdi. Y, qué quieren que les diga, para mí como que aún no. Si en el cavatina de
I Lombardi pudo lucir sus dotes belcantistas, el fraseo verdiano lo maneja con empeño, pero sin esa naturalidad con el texto que marca diferencias. Flórez quiere dotar de intención las frases y se nota que ha trabajado para ello, pero se nota que juega fuera de casa. Para más inri, tuvo que interrumpir la escena de
La Traviata por algún tipo de accidente vocal que no acabé de entender; en la consiguiente explicación, hecha con humor y como quitándole transcendencia, pillé al vuelo la palabra “temor”. Será una anécdota, pero me pareció significativa.
La media hora final del evento la consumieron los bises. Con el respetable entregado, cogió la guitarra y se dedicó a “complacer peticiones” que ya estaban en el guión
(La flor de la canela,
La paloma). Se podría haber ahorrado, para mi gusto, una planita interpretación de
Solo le pido a Dios, pero lo compensó con la jota que tanto éxito había tenido en Zaragoza. Los bises operísticos fueron de exhibición:
La donna è mobile y, cuando algunos ya no lo esperábamos (la prórroga había durado más de lo previsto),
Pour mon âme. Ahí no hay quien le tosa.
Una última obligada mención al discreto pero excelente pianista, Vincenzo Scalera.
Perdón por el tocho y que quede claro: si a un recital de Juan Diego Flórez se le puede poner algún pero es porque el tenor peruano tiene como referencia su propia extraordinaria trayectoria.