Ya tenía yo ganas de un Onegin con Annita. Y guiando por enésima vez a un taxista que se conocía Nueva York peor que yo, y no la conozco mucho, y que hablaba inglés peor que yo, y lo hablo muy bien, llegue al Met de mis entretelas, tan grande él, tan pequeño yo.
Me llamó la atención la elegante indumentaria del público asistente, más arreglado que de costumbre, con esmóquines y trajes largos a tutiplén. Se ve que para rendir pleitesía a la zarina se viene con las orejas recién lavadas. Eso sí, siguen siendo unos pesados, que aplauden cuando no toca (antes de acabar el aria del príncipe Gremin ya querían bravear) y salen, cuando está acabando la obra, a toda leche, como si no hubiera un mañana. Luego, en la cola para coger taxis, se convierten en energúmenos con pajarita, dispuestos a colarse, empujarte para que te atropellen, dispuestos a vender su alma por ganar treinta segundos. Se debería prohibir, en el Met, pero también en el resto de los teatros, que se comience a bajar el telón con la música sonando. Se les enciende, a la mayoría, el interruptor de aplaudir y comienzan a tapar la música entre palmas y vítores fuera de hora.
El Met, que está entre mis teatros de los sueños, en los que entras y te imaginas lo que ahí ha acontecido y ya te quedas atrapado por él, por su historia y por su leyenda, tiene un problema fundamental, es demasiado grande. Si no quieres pagar un pastizal, estás a tomar por saco de lejos y algunas voces quedan minúsculas ante las dimensiones mastodónticas. Yo pagué un pastizal y a pesar de todos acabé echando de menos la magnífica acústica de Les Arts.
Otra curiosidad de la jornada fue que, aunque la función en los cines es coincidiendo con la matinée del sábado, la función se grabó por completo con cinco cámaras, de las grandes, entre los asientos, una grúa con cámara y una cámara sobre raíles en el borde del escenario. Yo creo que la función del sábado en los cines la cantan con playback. Las cámaras, enormes ellas, tapaban completamente a los que se encontraban tras ellas y que, inmisericordemente, las soportaban. Lo más curioso es que una de ellas se encontraba en primera fila, en el final del pasillo izquierdo, y el cameraman, que hacía lo que le rotaba, se levantaba y movía a su libre antojo y comodidad. Manda güevos que alguno de los que pagaron 400 leuros, bueno dólares, por sentarse ahí, tenían que regatear al cámara para ver a la Netrebko.
Eugenio Oneguin es una maravilla maravillosa que, a poco que se esfuercen, y en el Met se esforzaron, es un seguro de disfrute máximo. Sus coros, valses, polonesas, arias, dúos, cuartetos, concertantes, etc… son un devenir continuo de melodías cargadas de belleza y emoción, y es muy difícil no dejarse atrapar y zarandear por ellas. Los sentimientos de los personajes así como su psicología, que va evolucionando a lo largo de la obra, queda perfectamente reflejada en una música, que, como pocas, describe lo que acontece.
Anunciaron, mediante un papelito en el playbill, que el director titular, que además parece que lo estaba haciendo bien, Robin Ticciati, estaba malito, que tenía mocos, y que lo sustituía Joel Revzen, un total desconocido para mí, aunque ya peina canas. El amigo Revzen en su curriculum no tiene grandes hazañas, aparte de haber sido Director principal de la ópera de Arizona, Director artístico de la Berkshire Opera y assistant conductor (maestro repetidor, vamos) en el Met esta temporada en media docena de óperas, entre las que está Onegin.
Pues, eso, Ticciati malito y Revzen debutando en el Met. A mí no me entusiasmó. A parte de ligar poco esos vaivenes musicales tan hermosos de Tchaikovsky, y de tener, en general, una prestación poco matizada, tuvo momentos de enorme desconcierto como el concertante y coro del final del primer cuadro del segundo acto, donde reinó el desbarajuste. Lo que pasa es que la orquesta es muy buena y ya se saben la obra, por lo que el resultado general fue bonito y no deslució las enormes voces de la noche e incluso tuvo momentos brillantes como la escena de la carta (que maravilla!!) y la polonesa del principio del tercer acto.
La Netrebko reinó sobre cielos y tierra. Está algo oronda, pero tiene un magnetismo, una riqueza de matices, de giros, de intenciones y una voz apabullante que convierte a sus compañeros en enanos. Además ella es Tatiana. No la interpreta, lo es. La escena de la carta, de principio a fin, acompañada además del lujazo de Larissa Diadkova, es acongojante. El teatro se vino abajo. Esa escena de la carta parece ser que se la saben de memoria todos los rusos. Parece ser que a los niños se la enseñan en el colegio entre las clases de como hackear emails y las lecciones de como influir en las elecciones de países extranjeros, y se la memorizan.
Peter Mattei es un buen Onegin. El sueco, largo como un día sin pan, es de lo mejor en barítonos que tenemos hoy en día, en la edad de la hojalata. Yo lo noté, en todo caso, con la voz demasiado clara, prefiero la voz clásica eslava, con su dicción, su guturalidad, su oscuridad. Estaba un poco fuera de estilo, pero canta bien, su timbre es seguro y bonito, y su prestación convincente. Además la frialdad de su actuación puede encajar con la personalidad de Eugenio.
Lenski fue Alexey Dolgov. Este sí que tiene una voz eslava al uso, doliente, melancólica, propia del Werther siberiano. Apropiado y con volumen suficiente cuando declama. Ahora, cuando hay que cantar….eso es otra cosa. Falla en alguna nota, agría algún agudo, se pierde y destempla cuando canta en forte. En fin, justito. Y en un papel que es una gozada, con tres momentos excepcionales.
Olga fue la rusa Elena Maximova. Su voz es de las que, por pequeña, se perdía en la enorme sala. En el cuarteto del primer acto, simplemente no se le oía. Y es que la Netrebko no le dejó ni un hueco.
El Príncipe Gremin fue Stefan Kocán. Bajo de voz abisal, canta la maravillosa aria del príncipe haciendo más trampas que la FIFA/UEFA con las bolas calientes. Francamente, no tiene una buena voz, aunque tampoco es un desastre. Y estira las notas y alarga el final grave, gravísimo, del aria, para llevarse un aplauso inmerecido. Ya le había visto hace unos cuantos años en un Rigoletto y su Sparafucile me pareció mejor que su regia presencia de ayer.
La nurse de Larissa Diadkova, simplemente maravillosa.
El coro muy bien.
La puesta en escena, un churro mal iluminado, mucho más efectista, efectivo y eficiente en el DVD/cine que en directo.
Saludos
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