Decepción evidente tras tan larga espera. Cuando se recupera una obra de esta envergadura hay que hacerlo con todas las consecuencias, con las máximas garantías y asumiendo todos los riesgos (de la manera en que lo hizo Pinamonti con el “Curro Vargas”, para entendernos), pero no procurando tan sólo salir del apuro y salvar el expediente. Los modos y maneras funcionariales son la mayor desgracia dentro del ámbito artístico. Ni la orquesta de La Zarzuela está en condiciones de afrontar esta partitura, ni el reparto elegido (por muy famosos que sean) son los adecuados, ni tampoco la propuesta escénica cree en la obra.
De los tres protagonistas, sólo Ódena sale airoso. Su canto es muscular y abre en demasía muchos sonidos, lo que provoca que la voz oscile con frecuencia, pero al menos intenta matizar su canto con expresividad, aunque ni las regulaciones dinámicas ni las medias voces sean del todo canónicas. En los momentos de mayor dramatismo desplegó la robustez y pegada de su voz, y en conjunto se trata de una labor muy apreciable, más aún teniendo en cuenta las dificultades del papel, por la incomodidad de la tesitura y por lo mucho que canta.
La soprano Nicola Beller Carbone (Casilda), que tiene fama de buena actriz, deja mucho que desear en el aspecto canoro, y es por tanto una pésima elección para un personaje como éste, que se define a través del canto. Casilda necesita una voz amplia, carnosa y sugerente, sobre todo en el registro central y en los continuos descensos a la zona grave, por medio de los cuales se manifiesta la sensualidad y bravura de su carácter. Por contra, la señora Beller Carbone tiene la voz fuera de sitio, mal impostada, hueca en centro y grave, y destemplada en el agudo. A lo largo de toda la función, apenas hay una sola nota cargada de sustancia, que muestre redondez o plenitud, sino más bien una retahíla de sonidos sordos, entubados, débiles o deshilachados. Y así es imposible dotar de contenido amoroso, de prestancia o de sensualidad a ninguna de las melodías que dan sentido y carácter a su personaje.
Jorge de León hace ya tiempo que entró en barrena. La voz da la sensación de estar como “encapsulada” entre la zona bucofaríngea y la nariz, sin que consiga liberarse en ningún momento, dando como resultado un canto durísimo, estentóreo y sin la más mínima flexibilidad. Tampoco el apoyo y la dosificación del aire son correctas puesto que el sonido sale apretando, empujando o abriendo, lo que conlleva continuas desafinaciones, oscilaciones, y también cortes bruscos en la línea de canto para permitir la toma de aire. Ver cantar así es un suplicio para el intérprete y para el público, más aún en un personaje como éste que alterna el arrobo amoroso con la calidez apasionada.
Buena labor en conjunto de Gómez Martínez, controlando bien el difícil equilibrio entre foso y escena, y sacando lo mejor de la exquisita orquestación (derrochó delicadeza en “
La capa de paño pardo”), aunque con tendencia en los momentos más líricos por unos tempi excesivamente morosos y lánguidos (los dos dúos soprano-tenor, quedaron faltos de tensión y de calidez por esta razón). Por desgracia para el director granadino, tampoco la Orquesta de la Comunidad de Madrid (titular del teatro) pasa por sus mejores momentos, y no todas sus intenciones consiguieron llegar a buen puerto, pero en cualquier caso, se nota una lectura atenta, trabajada y cristalina (dentro de lo posible).
Otro de los puntos negativos que lastran esta recuperación es la producción escénica, dirigida por Natalia Menéndez. Una propuesta, en realidad, inexistente y vacua, sin ideas, además de rancia y apolillada. No supo resolver ni uno solo de los grandes momentos dramáticos, que quedaron desvaídos y sin punta. No hay dirección de actores, que parece que se limitan a ir de allá para acá, y a entrar y salir. El espacio escénico es una entelequia: sólo hay vida en el proscenio, con el coro “quieto parado” de cara al público (a la vieja usanza), y los protagonistas accionando mecánicamente entre ellos. Una función de fin de curso tiene más altura y gracia que lo que ha presentado la señora Menéndez. Tampoco brilla ni la escenografía ni el vestuario, la una por pobretona y el otro por vetusto. Lo mejor, la iluminación, ésta sí atmosférica y con sentido plástico.
Y no queda otra que esperar hasta la próxima aparición del cometa Halley, a ver si tenemos más suerte y podemos hacer honor a la honra de La Villana, porque esto ha sido
muy poca mecha para tanta dinamita.