Función del día 25, tercera de esta serie.
Cada una de las obras que integran el canon wagneriano se yergue en cierto modo ante el espectador como una esfinge, como un objeto del que emana una fascinación incomparable, pero cuya significación resulta ambigua, cuyas posibles interpretaciones son tan plurales como contradictorias, en última instancia inasequible a cualesquiera intentos de apresar su sentido último, si es que este efectivamente existe. Esa cualidad enigmática resulta particularmente obvia en el caso de Lohengrin, cuya peripecia dramática se sustenta no ya en torno a un héroe cuya identidad, linaje y proveniencia son ignotos, sino sobre la exigencia de que así permanezcan de manera indefinida, para toda la comunidad y muy en especial para la pareja a la que ha unido su destino. Es decir, justamente lo contrario de lo que exige un mundo, el nuestro y también (aunque de otro modo) el de Wagner, ávido casi para cualquier cosa de la declaración exhaustiva de los datos de identidad, fascinado hasta la obsesión con la presentación y exhibición pública de aquello que comun e incoherentemente se considera como parte de la vida íntima (véase el fenómeno de los reality de convivencia y la plural cohorte de desechos afines) y que in puncto amor romántico cree como axioma en la comunicación plena de las mentes y las almas, sin nada que deba (idealmente) permanecer oculto al conocimiento del amado/a. ¿Quien es entonces este héroe melancólico, que solo de un modo precario puede permanecer entre las gentes, que ha de abandonar el espacio público en cuanto que es conocido del público? Ese líder espiritual y militar, que se hace llamar Schützer (protector) mejor que Duque, que alista a las gentes para una expedición de la que no tomará parte, que se marcha pero deja un Führer (guía) en su lugar, que como uno que se cree en posesión de la verdad acusa en alta voz a su amada ante la comunidad, al igual que Alfredo lo hace con Violetta, pero en este caso sin ser reprendido por su padre (y ni tan siquiera por el Grial), ¿quien es y qué nos dice? Y esa comunidad sobre la que adviene el héroe, ¿cual es exactamente? Una comunidad que se siente amenazada por los enemigos del exterior, que dedica los años de paz a armarse para la defensa, que presenta una unidad en primera apariencia idílica y estupenda, presurosa a ponerse detrás del Líder, Salvador o Caudillo que realiza un acto a sus ojos milagroso, pero a muy poco que se rasque, resquebrajada por todas las disputas de bando imaginables, y que reposa su fe en prácticas rituales como el juicio de Dios para obsesionarse inmediatamente por la posibilidad de que haya sido decidido en falso, por la presencia de la mancha y la mentira tras la apariencia de la pureza y la verdad: ¿no es esto lo que vemos suceder, por ejemplo a día de hoy, allá donde dirijamos la mirada? Un mundo de apariencia y disimulo, de Trug und Heuchelei (mentira e hipocresía), como dice Ortrud: ¿podría ser, por ejemplo, la propia Dresde de coqueta y pulcra apariencia exterior?
Pero también desde el punto de vista estrictamente musical, Lohengrin resulta ser una creación en cierto modo enigmática, en la medida en que en ella concurren, por su carácter de obra de transición, rasgos y colores no solamente opuestos sino contradictorios. Titulada Romantische Oper, sin embargo la presencia de los elementos esenciales del drama musical es tan conspicua como sustancial, particularmente en el tramo inicial del acto segundo, cuya negrura, interioridad y concentración es ya la del Alberich sonámbulo y obsesivo. Ironía o no, es el personaje malvado, teológica e ideológicamente conservador de Ortrud, aquel a quien Wagner inviste con la música progresiva, con la música del futuro; mientras que los coros nacionalistas, las frases de exaltación del amor romántico, todo aquello que nos habla de lo ideal, de lo utópico, está pintado con los colores encendidos del romanticismo musical, con la cualidad fogosa y exaltada que se halla desde el inicio del diecinueve en autores como Beethoven (Fidelio), Schubert (Fierrabras), o Weber (Euryanthe). Sublimación y culminación del género de la ópera romántica, Lohengrin es a la vez el primero de los dramas musicales, el pórtico hacia los soliloquios nocturnos de Wotan, hacia las alucinaciones de Wozzeck, hacia los paroxismos colectivos de otra ópera militar como Die Soldaten.
Estrenada en 1983, años antes de la reunificación y de la caída del telón de acero, el mismo año en que Georg Solti y Peter Hall presentaron en Bayreuth su Anillo anti-Chéreau con el resultado que sabemos, la producción de Mielitz (cuyo estilo evolucionará más adelante hasta llegar a perpetrar para la Staatsoper de Viena un Holandés y un Parsifal de discutible mérito) puede aparecer ingenua y hasta simple a los ojos del espectador de 2016, condicionados o saturados por la proliferación a lo largo de las últimas décadas de puestas en escena que, particularmente en el ámbito wagneriano, han prescindido de atenerse a las acotaciones escenográficas de los libretos, en pos de una indagación (no siempre afortunada pero siempre necesaria, porque al menos desde Altamira, el arte no se funda en garantías comerciales ni en la conformidad del producto adquirido) sobre el talante de la esfinge. Lo que Mielitz desarrolla en el escenario de la Semperoper se aparta decididamente de ese actual paradigma, particularmente por el rico despliegue visual, de querencia zeffirelliana y estética prewielandiana, pero que en realidad sitúa al espectador más que en el mundo medieval, en el de la evocación o más bien la impostación del medievo, es decir, bajo el manto de una tendencia decimonónica por excelencia como fue el neogótico (de nuevo, Trug und Heuchelei), con ese gigantesco vitral que domina la escena (y cuya cualidad translúcida niega la intimidad de los amantes, incluso cuando quedan brevemente solos ante el dosel menos practicable que vistoso); con ese tapiz de ninfas, arroyo y árboles que se hace visible durante el preludio y que en conjunción con la música aérea y des-sustanciada de los violines nos conduce a un pasado mítico, idealizado, irreal; y con el vestuario que evoca épocas dispares, pues si los principales protagonistas aparecen recubiertos por ricos ropajes medievalizantes, los uniformes del coro, del Rey, de Telramund, del Heraldo, parece que nos remiten más bien al siglo diecinueve, al tiempo de Bismarck y de las guerras nacionales de unificación, sin que el estandarte con el águila bicéfala del Sacro Imperio despeje de manera definitiva la relativa perplejidad que ocasiona la exhortación del Rey, más que significativa, a la necesidad de que se unan las facciones rivales, representadas en este caso por Telramund y por el Heraldo, ob Ost, ob West, lo que probablemente no fuese referencia insípida para el público de la DDR en los años ochenta; se produce de este modo un cierto efecto de discrepancia, como si el terceto protagonista (Ortrud, Elsa, el Caballero) habitase en un tiempo diferente que el resto de la comunidad, como si esta estuviese presenciando un fenómeno más producto de la imaginación colectiva que de la realidad, lo que acentúa la presencia de un cisne en este caso monstruosamente plateado, grotescamente enorme, ideal e irreal, como puede serlo para el pueblo (wir sind das Volk) el vehículo de un oligarca. Resta que tanto el carácter de los personajes como el de las sucesivas escenas responde sin desviaciones apreciables a aquello que prescribe la literalidad del libreto, y se halla en buena medida en función de los actores-cantantes presentes en esta concreta ocasión sobre el escenario; y que obviamente, ni por sus presupuestos ni por sus resultados este planteamiento teatral se puede comparar con los varios que en los últimos treinta años han indagado de manera más profunda, radical y audaz sobre los significados de la esfinge, desde Konwitschny hasta Neuenfels pasando por Lehnhoff, Herheim y Guth; simplemente Mielitz se adscribe a una estética distinta, y lo que hace, tal como lo hace, está muy bien hecho, y sobre todo desde un punto de vista superficial y funcional, cumple su cometido admirablemente.
Que es exactamente, en cierto modo, lo mismo que podría o debería escribirse como resumen sobre la labor de foso de Thielemann. Ratificando la irregularidad de sus desempeños, el maestro da en esta ocasión la de cal, tras unos últimos meses de logros (Hänsel und Gretel, Die Walküre, Otello) muy poco entusiasmantes. Thielemann concibe un Lohengrin que es más Romantische Oper que drama musical, con una suntuosidad sonora verdaderamente apabullante, con unos tempi llamativamente ligeros, con un sentido del color en numerosas instancias magistral, con una grandiosidad fuera de toda ponderación en las escenas de conjunto de los dos primeros actos. Sostiene a los cantantes, dibuja los ambientes, relata los acontecimientos. Realza las cualidades absolutamente extraordinarias de los conjuntos del teatro, ideales por el oro viejo de su sonido (poderoso pero claro, sustancioso pero reluciente, corpóreo pero aéreo) para evocar el imaginario específico de esta obra. Es imbatible como espectáculo sonoro, es sobresaliente como realización musical, es deslumbrante como mar de sonidos. Y sin embargo... y sin embargo, en este Thielemann óptimo persiste la misma opción estética que lastró pesadamente su Walküre de hace unos meses, a saber, la de privilegiar el sonido sobre el puro drama, la de concebir en cierto modo el drama como un producto o una consecuencia del sonido y no a la inversa. Aquí, si bien se evita la autocomplacencia o el narcisismo que en otras ocasiones dañan el resultado de las interpretaciones del maestro, lo que se nos ofrece rara vez va más allá del sonido, del mejor sonido posible, pero solamente el sonido.
De todos modos, el carácter excepcional de la función se debe en este caso sobre todo al plantel de protagonistas que el maestro, y esto se ha de destacar también, ha tenido el acierto y la capacidad de conjurar. Probablemente este Lohengrin pase a la pequeña o gran historia de la ópera como el del debut de Netrebko en el repertorio wagneriano. La cantante rusa brinda una Elsa absolutamente deslumbrante, de una entidad vocal desacostumbrada para este personaje, con una belleza tímbrica fuera de norma y una voz que reluce y se expande con fabuloso poder, luminosidad y vibración en el agudo. La pronunciación diáfana del texto deja ver el trabajo que la diva se ha tomado en preparar el rol, y la interpretación intensa, matizada, detallada, retrata de nuevo a la espléndida actriz que ha otorgado ya una vibración y una credibilidad tan extraordinarias a muchos de sus anteriores papeles. Probablemente una convivencia más prolongada con el personaje, una labor de estudio en futuras producciones, pudiera (de producirse) acabar brindando una encarnación algo más interiorizada y más matizada del personaje, pero lo que aquí se escucha es ya sensacional. ¿Para cuando Isolde?
No resulta tan exitoso el debut de Beczala, aun siendo asimismo de gran mérito. Innegable la belleza de la voz del tenor, la luminosidad de su color, la claridad de su articulación, la elegancia de su canto, la pulcritud de su encarnación. Pero, ya por decisión propia, ya producto de una limitación artística, Beczala se muestra parco y avaro a la hora de ir acentuando y coloreando su texto, como en la idea de que bastase, no se dirá con solfear, pero sí con reproducir las notas y nada más que las notas para obtener todos los efectos expresivos posibles y necesarios. Coherente como idea interpretativa, el Caballero de Beczala resulta así un ser particularmente inaprehensible (me gustas cuando callas porque estás como ausente, que es lo que solía decirse a los novios pesados), no especialmente apasionado, pero que allí donde intenta ser tierno incurre a veces en algún fraseo más bien lacrimógeno, y que allí donde debería ser intenso (dúo del tercer acto) o poético (monólogo final) suena casi indiferente. En el caso de Beczala, es mucho más seguro que en el de Netrebko que una progresiva familiaridad con el personaje haga que acabe haciéndose dueño de todos sus resortes. Por ahora, es un Lohengrin que para mi gusto se sitúa claramente por encima de los Dean Smith, Schukoff, Ventris y demás protagonistas medianos de los últimos años, pero claramente por debajo de los Botha (mucho más opulento y arrollador vocalmente), Vogt (de mayor proyección en el centro, luminosidad en el agudo e irrealidad en el color) y Kaufmann (mi preferido por la conjunción del centro de reflejos baritonales, el agudo poderoso y la interpretación matizada, intensa y musicalísima).
Esa expresividad que se echa de menos en Beczala, ese sacar partido al texto, a una nota aguda no necesariamente bella, a un silencio, a una mirada, lo posee y lo domina de manera absolutamente magistral Herlitzius. La suya es quizá, de entre todas, la prestación más sobresaliente, la que en mayor medida abruma al espectador por su incandescencia, por su pujanza dramática, por su ferocidad, por su poderío animal; la confrontación con Netrebko ante la escalinata de la iglesia en el acto segundo, con la soprano rusa (que no en vano es Lady Macbeth) dándole la réplica con brío y orgullo memorables, de diva enfurecida, es uno de los momentos absolutamente inolvidables de la función. Pero es Herlitzius quien gana la partida en las vísceras del espectador: dominadora del escenario desde el silencio en el acto primero, estremecedora en su invocación a las divinidades paganas, abrasiva en su intervención final. Salvando todas las obvias distancias, un dúo de protagonistas así nos remite a una versión mítica como la de Jochum en Bayreuth 1954, con Nilsson y Varnay.
De medios poderosos, resonantes, generosos, el Telramund de Konieczny es asimismo expresivo, elocuente, con una presencia tanto vocal como escénica de primer orden, causante de un impacto inmediato, sabiendo jugar a su favor (al igual que en su Alberich) con la cualidad torva del instrumento que posee. Magnífico por línea, nobleza y autoridad el Rey Enrique de Zeppenfeld, verdadero y exquisito basso cantante, que una vez más demuestra su categoría eminente entre los actuales representantes de su cuerda. Claro y acaso excesivamente lírico el Heraldo de Welton, aunque con autoridad, presencia y espléndida dicción.
Si este ha sido un Lohengrin histórico, la historia lo dirá; como poco, ha sido una representación más que disfrutable.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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