Ayer hubo confluencia de astros en el Real. Mariella Devia mañana y tarde, en "masterclass" (de verdad), y por la noche Nucci en Rigoletto. No era Nucci, como le habrá pasado a tantos otros, favorito de uno en mejores tiempos, pero la sequía le ha convertido en único. En estos tiempos, casi un milagro. Pocos aficionados luego en la zona de camerinos, incluida la reina Sofía.
Ya quedan pocas experiencias así, y menos en un mismo día, por lo que hay que al menos mencionarlo.
Un día así no puede consentirse, y siempre tiene que haber algo que lo estropee. Primero, el tal Costello, uno de esos tenores prefabricados, de caducidad impresa, directo al abismo (se agarró a una rama y allí se mantuvo, tambaleándose, para acabar disimulando lo que pudo en el cuarteto). Poco castigo era y, al terminar la vendetta, surgió de la sombra un espontáneo en el palco, imagino que habitual de esas escenas, perpetrando unos Bravos que martirizaron a un servidor y a su pobre niño que, aunque pocos lo esperen, a sus once años ya sabe lo complicado que es el Parmi. Tal sonido destemplado, atonal, desatinado y excesivo en grado sumo, le hizo taparse los oídos y, al pedirle al ser bípedo y articulado que bramaba a mis espaldas que basase el volumen, dijo, en tono similar, que la ópera es eso, y al que no le guste, pues también eso, pero doble. Un alma caritativa vino a salvarnos (ya tarde, porque como con los pimientos de Padrón, una vez comido uno de los malos, el resto de la comida está perdida), y lo llevó a un palco del otro lado. Y allí pudimos comprobar lo que sí es la ópera, pues el vozarrón taladrador y tronante de poco antes desapareció como por ensalmo, para convertirse, al otro lado del teatro, en mero susurro. Aquí se ve también la injusticia operística de la naturaleza, que tantas veces dota de tan formidable poderío laríngeo a los menos favorecidos en oído, y viceversa.
Dos y dos, pero vaya primeros dos...
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