Si el momento dramáticamente álgido del acto, el encuentro entre Rodolfo y Luisa tras la aparente infidelidad de ella, y que conducirá a la muerte de ambos, muestra a un Verdi capaz de crear tensiones dramáticas extremas con el audaz empleo de las formas musicales de su tiempo, el dúo de padre e hija que antecede a esta escena en el acto III de Luisa Miller constituye, por el contrario, una verdadera alegoría de la capacidad expresiva de la expansión melódica de la voz humana, ese instrumento musical que habla y con el que puede hacerse teatro con un grado de elevación artística que admite muy pocos parangones.
La escena comienza con la aparición de Miller interrogando a su hija sobre su tristeza (Pallida, mesta sei). La serenidad de sus respuestas hacen sospechar a Miller sobre la terrible determinación que ésta ha adoptado, y entonces las cuerdas comienzan a describir la turbación de su interior: unas corcheas entrecortadas de violines y violas cubren el esbozo del fatídico tema del preludio de la obra en la cuerda grave sobre las palabras il cor mi serra non so qual rio presagio. Al comenzar a leer la nota cuya entrega le encomienda Luisa, las alusiones a la dimora en la que los conflictos humanos no existen llevan a unas exposiciones cada vez más elaboradas de ese motivo, en una acongojante progresión armónica. Luisa confiesa que tal dimora es la muerte, y nuevamente es la cuerda la que describe el horror que Miller padece, que lleva a su hija a preguntarle perché t’invade sì gran spavento? antes de que él mismo sea capaz de exclamar, en una tesitura muy aguda, Ah, sul mio capo un fulmin piomba!
Relajado el acompañamiento, Verdi presenta en La tomba è un letto sparso di fiori una de las melodías más sublimadas de su concepción belcantista del canto. Luisa está evocando ya un mundo distinto de éste y su elevadísimo canto flota sobre este mundo casi sin encarnarse en nada físico ni tocar el suelo de los hombres. A partir de è dessa un angelo la muchacha se implica cada vez más en su propia ensoñación, hasta terminar con una bella figura sobre el arpegio de FaM (que la lleva, por primera vez, al Do5). La consternación de Miller se expresa mediante unas angustiadas frases en Fa menor (y la cuerda agitada de nuevo sobre fusas), donde el padre verbaliza el dolor por la inevitable condenación de su hija con la frase Pel suicida non v’ha perdono!, resuelto en un perturbador acorde de Fa bemol Mayor (ya Macbeth había expresado mediante una escala completa de esta tonalidad haber comprendido que su canto funerario serían solo maldiciones). El FabM parece golpear el corazón de Luisa, que por primera ocasión sale de su ensimismado trance y suplica, en un lenguaje análogo al del lacerante realismo de su padre, È colpa amore?
En este momento, Miller se lanza a reconquistar para sí, para el mundo y para Dios el alma de su hija. Alternando el modo mayor y el menor, comienza con lúgubres frases: Di rughe il volto (sobre una cuerda que no cesa en su movimiento, ahora más pesimista que agitado). Pero al llegar a las hermosas palabras l’amor che un padre ha seminato (retomando contornos de la nobleza exhibida en su magnífica aria del acto I) Miller abraza a su hija con expansivo RebM (lleno de variaciones dinámicas y sobre el que comenzará a duetar la soprano) indicándole que si no es con ella, no quiere vivir. La plegaria surte efecto y es Luisa la que, en una verdadera acrobacia vocal expresiva de su agitación máxima, rompe la cita con la muerte, mediante una cadencia que resuelve a Do Mayor (con un intervalo de cuarta a un nuevo Do5) para descender dos octavas completas en picado. Ambos personajes pasan a compartir entonces un movido pasaje en Fa Mayor que sella su reconciliación (y vuelve a llevarles a agudísimas tesituras) hasta que Luisa exige que abandonen esos lares, lo que acepta su padre en una complicada ascensión a media voz (Sì, figlia, sí).
Dos intervalos descendentes del clarinete (séptima disminuida y séptima menor) resuelven entonces a un LabM en que la nueva esperanza vital de Luisa junto a Miller hará brillar el gran momento del dúo: la bellísima melodía Andrem raminghi e poveri planteada por Miller y en la que ambas voces se alternan. Un ligero cambio de tempo provocará una mayor exaltación de la melodía hasta un clímax trepidante (y nuevamente muy agudo, con un largo Do5 sostenido por la soprano). Tras él, se vuelve al tema inicial, planteado en esta ocasión únicamente por Miller mientras su hija sobrevuela la melodía con un contracanto de notas fijas que anticipa ya la forma en que la reprise del Veglia, o donna se convertirá en un momento capital de la ópera italiana. Nuevamente, el tempo se acelerará ligeramente mientras ambas voces, alternando dinámicas sonoras con otras suavísimas, se combinarán en tiernas figuras (un pan, un pan) hasta una escala conclusiva en que ambas voces ascenderán con pasión hasta la subdominante y superdominante de la tonalidad antes de resolver al La bemol Mayor conclusivo.
En opinión del que suscribe, ambos personajes intervinientes en este dúo disponen en la discografía de una interpretación prácticamente soñada (aunque lamentablemente, no lo grabaran juntos). En el caso de Miller, nadie lo ha cantado (ni a Verdi en general, me siento tentado de añadir) como Cornell MacNeil. La cantidad de inflexiones expresivas incorporadas a una línea de canto tan bella, sana y robusta no han tenido igual desde su grabación de la parte. Matteo Manuguerra merece en este punto, sin embargo, una mención más que honorable. En el caso de Luisa, no conozco un canto más alado, cristalino, plateado y milagroso que el de Montserrat Caballé, sea en el elegíaco planteamiento de La tomba è un letto sparso di fiori, en las declaraciones más enfáticas o en el irreal contracanto sobre la sección final del dúo.
_________________ Die Wahrheit ist bei mir, Mandryka.
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