Después de animar a los compañeros del lado oscuro
, yo no había colgado la crónica correspondiente por falta de tiempo. Pero ahora ha llegado el momento de hacerlo.
El sábado 6 de junio en el Teatro de la Zarzuela fue para mí una de las mejores noches operísticas de toda mi vida, y ya van casi treinta años de ver y escuchar ópera (para quienes me hayan conocido aquel día, puede resultar sorprendente, pero es que yo empecé joven en esto de la ópera…). Sí, a pesar de mis tres vecinas de localidad, que se preguntaban sin parar que "cuándo se acababa", y a las que no detenían mis miradas asesinas, a pesar del percusionista espontáneo que contribuyó con un solo de bolsa de plástico incordiante, a pesar de las toses y otros efectos especiales no previstos, todo fue espléndido, maravilloso,
de quedarse sin habla, sin respiración.
Sciarrino en
Luci hace un exhaustivo muestrario de las posibilidades sonoras de la voz y de los instrumentos. Todo es como un encaje: detallista, minucioso, contrastado. El silencio también es música, y adquirió todo su valor en la tensa partitura de Sciarrino, precisa y llena de pinceladas donde nada es casual, donde tiene significado TODO cuanto se hace, se dice, todo cuanto suena, cada gesto y cada ausencia de gesto.
Teatro en estado puro. Lo que siempre debería ser la ópera. Una lección magistral para tantos cantantes que no actúan con su cuerpo, y que ni siquiera actúan con su voz de manera convincente.
La imaginación tímbrica de Sciarrino es simplemente exquisita. En la orquesta, todos, pero de verdad
todos los recursos sonoros de las diversas familias instrumentales estaban presentes: el difícil tratamiento de los armónicos y el poder expresivo de los
glissandi en la cuerda, el uso del
frullato en el viento y diversos efectos percusivos, tanto más sorprendentes cuanto era difícil imaginar el instrumento que los producía, como ya observó con acierto Don WAM en un post anterior. Y todo ello servido de manera magistral por
Klangforum Wien y la batuta precisa de
Beat Furrer, un director exacto con los
tempi y minucioso en los múltiples detalles, pero nunca un simple metrónomo humano, que es lo peor que podría ocurrir, aquí y en cualquier ópera.
Luci es todo un catálogo de las posibilidades tímbricas, expresivas y sonoras de la voz humana, desde el susurro (aaah, cómo me gustó ese principio del duo final, "Signor Duca! Signora Duchessa!", susurrado, pero perfectamente audible) hasta el grito, pasando por las diversas variedades de una línea vocal basada en la repetición y por distintos efectos de
parlato de difícil afinación, con intervalos microtonales. Todo lo que se canta y se dice es importante, cada punto, cada coma, cada respiración, nada es casual, todo está dotado de expresividad. Y es que no sólo había cantantes en escena: también eran
músicos en toda la extensión del término, por no hablar de su prodigioso trabajo actoral. Una tensión contenida a lo largo de toda la obra, y que sólo estallará al final, pero de una forma también contenida que se materializa en esa elegante muerte simbólica y real de la Duquesa, a la que el Duque descubre su corpiño rojo, y que cae exánime sobre el cuerpo ensangrentado de su amante.
Todos los cantantes me gustaron mucho, tanto desde el punto de vista vocal como escénico. Maravillosa la pareja protagonista, con un virtuosismo vocal basado en la expresividad minuciosa de cada nota y cada silencio (fue sobrecogedor el momento en que Il Duca,
Otto Katzameier, llega prácticamente al grito, después del tono de temor contenido que ha marcado su intervención hasta entonces), y diferenciando la expresión de todos los sentimientos presentes en un texto tan complejo. Estupendo
Simon Jaunin, el sirviente traidor, con sus vacilaciones entre el amor imposible y la lealtad hacia su amo. Y la elegancia de
Kai Wessel como joven amante en el duo con la Duchessa (
Anna Radziejewska) fue un contrapunto de serenidad en la tensión concentrada de toda la acción: sólo podría reprocharle a este estupendo contratenor ciertas imprecisiones de afinación en su intervención inicial con la bellísima elegía de Claude Le Jeune, que anuncia e impregna como un presagio todo lo que va a suceder.
La puesta en escena de
Rebeca Horn es arte con mayúsculas. Una hermosura trágica, llena de simbolismos tratados de una manera muy elegante: los pétalos de rosa, la sangre, el empleo de los colores –en una clave muy inteligible, pero no por ello elemental–, el espejo con el que el sirviente se oculta el rostro, las patas de las sillas rematadas en cuchillos… Todo se insinúa, todo está presente en una tensión que no cede, pero de una forma magistral, tratando una historia sangrienta con una intensidad y una contención que es la antítesis exquisita de los peores resabios del verismo trasnochado.
Una gran noche en todos los sentidos: una hora y diez minutos repletos de emociones, que tuvieron la virtud de transportar a Carestini a los inicios de la ópera.
Sí, que nadie se sorprenda. Esa capacidad de unir la palabra y el sonido –la música, que para Monteverdi debía ser sierva de la palabra–, esa carga dramática presente en cada nota, cada punto, cada coma, la riqueza tímbrica de una instrumentación cuidada y en modo alguno casual, el ambiente camerístico –y fue verdaderamente una representación
da camera por el poco público que había en la sala–, la sombra de Gesualdo da Venosa siempre presente ¿no es todo ello una presencia viva del Barroco inicial en el arte vocal de nuestra época?