Su voz y su arte
La voz MacNeil se caracterizaba ante todo por la voluminosa resonancia y el color oscuro de su timbre en los registros central e inferior. Una voz en cierto modo más cercana a la de barítono bajo que a las de los barítonos verdianos clásicos, generalmente más claras y ligeras. En este sentido era un timbre típicamente
post-carusiano, en consonancia con el oscurecimiento que afectó a las voces masculinas desde el segundo tercio del S. XX. Sí compartía con los barítonos dramáticos italianos la emisión canónica que le proporcionaba una zona alta, si no
squillante, timbradísima y desahogada. Era capaz de llenar cualquier teatro con su enorme lab (MacNeil vocalizaba hasta el do4 y en alguna ocasión cantó por encima del la natural) La solidez de su técnica quedaba demostrada, más que por el espectacular agudo, por la morbidez y relajación de la emisión y la homogeneidad entre los registros, cubiertos todos por una bella combinación de terciopelo y mordiente. Esta naturalidad fonadora era ajena a los intentos de tantos barítonos por ensanchar el centro imitando a
Titta Ruffo. Además de asegurar el agudo sin las típicas inflexiones nasales, permitía que MacNeil mantuviera la calidad de su voz al adelgazar el sonido. Conseguía así
pianissimi genuinos, ligeros y timbrados, lo que en la segunda mitad de siglo XX fue un caso prácticamente único. El sustento de esta emisión era una técnica respiratoria personal (MacNeil consideraba “sobrevalorada” la componente diafragmática) que evidentemente resolvía las cuestiones básicas y le permitía cantar sul fiato, algo que increíblemente ya era excepcional en la cuerda. Gracias a esa solvencia de alientos y a la igualdad de su voz en toda altura y dinámica, MacNeil exhibió un legato que admitía pocas comparaciones con los barítonos coetáneos (y posteriores).
Como cantante MacNeil consiguió huir las más de las veces de efectos veristas en boga en los 50 que, con la absurda idea de que no era posible resolver las exigencias expresivas sólo por medio del canto, habían puesto en retroceso el estilo legato. A saber: dicción exagerada de las consonantes llegando a destruir la unión entre las notas, oscurecimiento o deformación de las vocales, exacerbación del acento hasta las inflexiones declamadas o gritadas. Otro aspecto donde destacaba por su corrección, a pesar del peso de su voz, era la reproducción de las notas breves y vocalizaciones sin el uso de detestables aspiraciones o golpes de glotis. En resumen, MacNeil permaneció fiel a la vieja escuela de canto, lo cual contrasta con la heterodoxia que se instaló entre los cantantes producidos en EE.UU.. La explicación a esto nos lleva a hablar de su maestro,
Friedrich Schorr, quizá el mejor bajo-barítono wagneriano de los años 20 y 30. En palabras de
John B. Steane, Schorr: “Siempre tuvo como principio que Wagner debía cantarse, hasta donde fuera posible, siguiendo los mejores métodos de fonación y estilo italianos. Insistía en la importancia fundamental de las vocales, y decía que siempre se había acercado a los “Adioses” de Wotan con tanto cuidado por la melodía, la línea de canto, como si fuera uno de los solos de “Un Ballo in maschera”. MacNeil – además de la similar morbidez de los timbres – siguió a su maestro en esta preferencia por el canto frente a la declamación dramática. Su dicción italiana no era nitidísima (pero sí manifiestamente superior a la de la gran mayoría de cantantes anglosajones) ni tenía especial interés por el análisis y sombreado de la
parola (algo en lo que tuvo que ver su desconocimiento del idioma hasta bien empezada su carrera). Su formación musical tampoco fue completa, algo que lamentó muchas veces. Ambas carencias limitaron en ocasiones la variedad y el rigor de su fraseo. En general, pues, el excepcional vocalista superaba al intérprete. Sin embargo cuando se trataba de caracterizar a personajes paternales mediante la amplia cantinela patética; en los momentos de efusión lírica, elegíaca o grandiosa de los barítonos señoriales, MacNeil emergía como un fraseador noble, capaz de extraer el contenido expresivo de una melodía, de adaptarse a las inflexiones dinámicas que demandaban las palabras, de alternar la gran frase a voz desplegada y el canto a flor de labios. Quizá confiando demasiado en el impacto de su voz o debido a su temperamento, tendía a descuidar los pasajes vehementes donde le faltaban una articulación más incisiva y la agresividad del acento. Como en el caso de
Carlo Galeffi, la personalidad de MacNeil se adaptaba mejor a los personajes “buenos”; a los villanos les aportaba una nobleza que permitía establecer cierta empatía con sus sentimientos, desarrollándose como personajes completos. Pero podían perder sus matices más turbadores o destructivos y caer en intermitentes ausencias dramáticas.
MacNeil padeció asma desde niño. Siempre se ha dicho que la disciplina del canto corrige este problema, pero es posible que interviniera en los problemas que experimentó hacia la mitad de su carrera. En efecto, siempre hubo un ligero cabeceo o vibrato ancho que aparecía por encima del pasaje. A finales de los 60 esta oscilación se acentuó; en sus malos momentos llegaba a comprometer la afinación. Por la razón que fuera, comenzó a abrir el sonido en la zona alta, resultando perjudicada además la igualdad entre registros. Para finales de los 70 el declive era ostensible, pero aún se mantuvo sobre los escenarios hasta 1987, cuando sus problemas cardíacos hicieron improrrogable la retirada. Como si compensara el ocaso vocal, durante esa última década sus actuaciones se hicieron más interesantes desde el punto de vista escénico. La competencia del artista como actor siempre fue intermitente, centrándose más bien en las arias y dúos importantes.