Las críticas locales:
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No podía ser de otra forma. La excelente temporada operística vivida en el Campoamor este año sólo podía terminar con otro acierto. En este caso doblemente meritorio ya que se trata de una de las obras del repertorio más conocidas y difíciles de producir.
Aida , de Verdi, es una ópera que se puede encuadrar genéricamente en la variante italiana de la grand opéra francesa. A pesar de las reticencias del propio Verdi por la concepción operística del país galo, a menudo rayana en el efectismo gratuito, Aida responde a la mayoría de las características de esta variante estilística del género lírico: grandes masas corales en el escenario, un importante cuerpo de baile, ampulosos decorados y una gran orquesta acorde con el tamaño de la función son sólo algunos de los aspectos que dificultan muchísimo la puesta en escena. Si además añadimos que se necesitan voces excepcionales para conseguir una gran versión, es fácil observar el compromiso que supone poner en pie esta gran ópera.
Con todas estas premisas, se puede decir que la ópera de Oviedo ha salido bien parada del envite artístico. La versión del Campoamor se basa en planteamientos estéticos historicistas, casi obligados por la poderosa influencia de la escenografía, basada en las bellísimas pinturas que Josep Mestres Cabanes hizo para el Teatro del Liceo en una producción de 1945, y que fueron recuperadas por Jordi Castells.
SI BIEN la obra comienza algo dubitativa, debido quizás a las difíciles partes que desde el principio tienen que afrontar sus intérpretes, es en el tercer acto en donde arranca de verdad, no decayendo el nivel de la representación hasta el final, obteniéndose los mejores resultados, no en las partes individuales sino en los concertantes, más efectistas, que arrancaron los mayores aplausos del público.
Micaela Carosi sustituyó a Norma Fantini en el papel de Aida. Fue la más aplaudida del reparto. Su voz posee un timbre muy brillante que se potencia en el agudo, lo que contribuye a reforzar el carácter de la esclava etíope. Con un sonido ligeramente nasalizado y una dicción regular, ofreció una gran interpretación de su rol, haciendo de su sobresaliente volumen lírico su mayor virtud, aunque sin llegar a aplicarlo con solución de continuidad en fragmentos de registros alejados: Per voi pavento (sol#2 la2-la3 sol#3 ). Su mejor momento llegó en el tercer acto, siendo recompensada con numerosos bravos y aplausos del público. Richard Margison encarnó a Radamés con suficientes garantías vocales, yendo a más a medida que avanzaba la obra. Su voz de tenor lírico spinto afrontó con valentía la dificilísima aria Celeste Aida , con un registro que llega a un sib sobreagudo final y un complicado fraseo en metro binario compuesto que no pudo recrear sin alguna incomodidad. Hay que alabar el resultado final de su participación, que dio la medida del resto del reparto, si bien hay que decir que quizás se esperaba más de su Radamés.
La voz de la mezzo Larissa Diadkova refleja brillantemente los aspectos más dramáticos del personaje de Amneris. Podemos poner como ejemplo las repetidas Pietá! Pietá! del cuarto acto, tan expresivas y sugerentes en su contexto. Afrontó con total seguridad y libertad de medios todos los aspectos de su registro más grave, impresionante y bellísimo a la vez. Diferente en su vertiente aguda, donde su voz sonaba algo tensa. Su caracterización escénica fue excelente. Donnie Ray Albert, como Amonasro, fue el cantante que más destacó escénicamente consiguiendo trasladar la fortaleza de su expresión física a su interpretación vocal. Su voz de barítono dotó de una sobresaliente veracidad a su personaje, el poderoso y grave rey etíope, aunque algo falta en redondez y proyección.
GUSTO TAMBIEN el trabajo de los dos bajos, Stefano Palatchi y Felipe Bou, el primero en el papel de Ramfis, maravillosamente encarnado por su cavernosa y personal voz y con una notable presencia escénica. El segundo como el noble rey de Egipto, ofreció parejos resultados de calidad. Quizás fue por la brevedad de su papel por lo que la soprano moscona Paula Lueje cuidó tanto su exhortación como sacerdotisa. Su proyección fue perfecta, su timbre precioso y su interpretación exquisita. Josep Fadó tuvo otro papel pequeño, ofreciendo a un mensajero consistente, con unas cualidades técnicas quizás demasiado vibradas.
Buen trabajo el realizado por el cuerpo de baile, conformado por diez bailarines de alto nivel técnico, que desarrollaron sobre el escenario toda una imaginería de movimientos inspirados en los relieves egipcios. La coreografía, un trabajo de Ramón Oller para el Teatro del Liceo, se adecuó aquí con algunos problemas de espacio debido a la escenografía. Viene a cuento comentar lo sintomático del mal estado de la danza en Asturias después de que se haya tenido que acudir a bailarines de fuera de la región tras un casting realizado en el Campoamor para proveer dicho ballet, con el consiguiente incremento del gasto.
PARA OTRO momento dejamos el tema del agravio comparativo respecto a la remuneración ofrecida a los bailarines asturianos y la mayor cuantía que se ofreció a los foráneos, que entendemos como una falta de respeto para los de la región. El Coro de la Asociación de Amigos de la Opera, algo ampliado, solventó con plenas garantías las exigencias de una ópera donde es una parte importantísima, y que su directora, Elena Herrera, preparó bien. El trabajo en escena realizado por José Antonio Gutiérrez ha logrado conjugar de manera brillante y efectiva la difícil adecuación al complicado entorno escenográfico.
Stefano Ranzani se convirtió en otro de los puntos de interés de la función. Su entusiasta manera de dirigir se pone de relieve con expresivos y enérgicos gestos técnicos de cara a los músicos y cantantes, ofreciendo una magnífica versión de la obra. Si bien la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias (OSPA) respondió bien a la estupenda propuesta de Ranzani, se echaron de menos --ya desde la obertura, con la cuerda en divisi -- una mayor densidad en los violines, que fueron una de las secciones que mejor funcionaron. Hubo algunas imprecisiones en el segundo acto, donde los trompetistas tienen que pasar por el mal trago de enfrentarse en escena con la conocida marcha triunfal en lab de las trompetas, donde se notó alguna imprecisión en un registro agudo re-mib para el instrumento. Hechos puntuales al margen, la participación de la OSPA gustó, más en los dos últimos actos.
Si bien esta producción no pasará a la historia por una extraordinaria versión vocal y musical, a buen seguro que se recordará por la belleza y el alto nivel general de la producción en su conjunto. Bravo a quien haya sido el responsable de traer esta producción tan bella!, gritó un aficionado con criterio y decisión en un momento de la función donde la frase no molestaba. La enhorabuena, a la que me sumo, debe ir para la dirección artística, y a todos los elementos de la producción de la obra, que han convertido esta función en un auténtico broche de oro para clausurar la temporada.
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Tras asistir a la que, a buen seguro, será considerada como una de las grandes noches de ópera que el Campoamor ha vivido en su historia, la primera reflexión obligada es la limitación escénica del buque insignia teatral asturiano. En las dos últimas décadas se han realizado reformas, la primera de ellas de la sala, y la segunda que amplió camerinos, sala de ensayo y otras dependencias, que pusieron al día aspectos que estaban ciertamente abandonados. Pero, en el fondo, no han sido más que parches para ir tirando. El Campoamor, por su historia, es un teatro de carácter nacional y ya va siendo hora de que las administraciones municipal, autonómica y estatal sean capaces de coordinar una reforma escénica en profundidad de un escenario que no permite acoger la mayoría de los montajes que actualmente se realizan en los circuitos operísticos. La dificultad de encajar esta producción de «Aida» ha sido monumental y eso que estamos hablando de un montaje de 1945. Es ahora el momento de pedir a nuestros políticos coraje para afrontar una obra que ha de resultar polémica, pero que es necesaria si Asturias quiere seguir teniendo en el futuro una de las mejores temporadas de ópera de España.
El ciclo que ahora se cierra no ha tenido fisuras. Su calidad ha sido reconocida por la crítica nacional y, por vez primera, por la internacional. La ópera es la primera empresa cultural de Asturias, que da trabajo a centenares de personas durante cinco meses y sólo hay que esperar que las mismas instituciones sean capaces de aportar más recursos para que se pueda ir a los seis títulos a corto plazo. Ante la demanda espectacular del público asturiano no caben miserias, ni los habituales racaneos y estrecheces que ajustan nuestra ópera, mientras se prima a otras autonomías con menor tradición y empuje lírico. La reivindicación es un clamor y como tal debe ser entendido por una clase política que ha de ver en la ópera uno de los más importantes emblemas culturales del Principado.
Los espectadores que asistimos al estreno, y los que lo hagan en las dos funciones que restan, disfrutamos de un espectáculo excepcional planteado con un criterio artístico de enorme solvencia, que no sólo salió indemne del enorme reto que supone sacar adelante «Aida», sino que, cuando se bajó el telón, los resultados obtenidos fueron la evidencia de una calidad homogénea que es tan infrecuente en un título de estas características que se entiende la enorme emoción que anteanoche inundó la sala del Campoamor. La satisfacción fue expresada con aplausos y bravos, con pasión de ópera histórica como es la temporada ovetense, y a voz en grito cuando un espectador, al inicio del cuarto acto, gritó: «¡Bravo para quien ha conseguido traer a Oviedo esta producción tan bella!». Es bueno reconocer el éxito de quien ha estado detrás de este clamor generalizado, el director artístico de la Ópera de Oviedo, Javier Menéndez, y una junta directiva entusiasta que está empujando una enorme renovación de la ópera en una fascinante aventura que, ante el adelanto de la programación del próximo año que este diario realizó el pasado domingo, aún ha de deparar muchas y relevantes sorpresas.
Se entiende el entusiasmo del público ante la producción que el Liceo recuperó en colaboración con el Festival Internacional de Santander. Los decorados que Mestres Cabanes diseñó en la década de los cuarenta son una obra maestra de la perspectiva arquitectónica escénica. El empleo del trampantojo es perfecto, y la ilusión del teatro, por tanto, vuela alto y engancha al espectador. A ello contribuye la iluminación de Albert Faura, con los cambios de cuadro en una luz azulada que devolvía la ilusión a la realidad. El Egipto fantástico de Mestres Cabanes -con un cierto toque decó- tan bien restaurado por Jordi Castells está repleto de iconos bellísimos, de postales melancólicas que tienen una garra teatral incuestionable. Los templos, la falúa, los carros, el minucioso y preciosista atrezzo, el deslumbrante vestuario de Franca Squarciapino -ganadora de un «Oscar» de Hollywood por «Cyrano de Bergerac» y decenas más de galardones- se concitaron con una dirección de escena opulenta, uno de los mejores trabajos de José Antonio Gutiérrez, creativo sin dejar de ser respetuoso con la dramaturgia tradicional de la obra. Imaginación en todo el trazo y trabajo de orfebre en la monumental «escena del triunfo», que siempre acaba resultando grotesca y que aquí funcionó a la perfección con cerca de doscientas personas en escena entre figurantes y coro. Un prodigio. Como el resto de los cuadros, los más íntimos, desarrollados con un cuidado emotivo, y los movimientos del coro muy «Walk like an egyptian» que hace años cantaban «The Bangles». Cuando al final Gutiérrez saludó con todos los técnicos, justa fue la gran ovación que recibieron, al realizar un trabajo antológico del que todos deben sentirse orgullosos. Asimismo, debe mencionarse el ballet, aplaudido por su calidad, con coreografías bien resueltas, aunque Ramón Oller debió ajustar los efectivos en la coreografía del «triunfo».
Con el empuje de la producción, no podía fallar el ámbito musical. Y no lo hizo. Stefano Ranzani no se limitó a cuadrar, que en este caso ya es para nota, sino que sacó adelante su versión, caracterizada por una fuerte tensión dinámica, un entusiasmo verdiano traducido en el color orquestal, en el ajuste perfecto y en la búsqueda del matiz lírico en los pasajes que así lo requerían. Ranzani fue el motor principal del éxito desde el conocimiento de la partitura y con la complicidad de una Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias en estado de gracia pese a los problemas que acucian a la formación. La orquesta se crece en la adversidad y, de nuevo, demostró su ductilidad y que es una de las mejores formaciones nacionales que trabajan en ópera. Sólo se echó de menos mayor rigor en los trompetistas, no miembros de la orquesta, en el escenario. El Coro de la Asociación Asturiana de Amigos de la Ópera cantó en condiciones, convenientemente reforzado, y sacó adelante un título en el que coros de grandes teatros se atascan. Su dedicación se vio recompensada con una gran noche.
El reparto, brillante y homogéneo -característica común a cada título de esta temporada que ahora termina-, fue el otro factor clave para el gran empuje de la velada. La asturiana Paula Lueje fue una sacerdotisa ejemplar en su cometido breve pero esencial, y Josep Fadó, un mensajero de lujo. Stefano Palatchi, tan querido en Oviedo, trazó un Ramfis rotundo en lo escénico y convincente en lo vocal, aunque su actuación no fuese todo lo perfecta que acostumbra. Efectivísimo resultó el rey de Felipe Bou, en un papel en el que demuestra cualidades y calidades para mayores compromisos. Con medios adecuados, aunque algo ajustados, interpretó Donnie Ray Albert a un Amonasro escénicamente bien trabajado y al que le faltó un poco de volumen y una emisión de carácter más verdiano.
Arrojo y valentía derrochó el Radamés de Richard Margison, que superó con perfección técnica el endiablado «Celeste Aida» inicial -cada nota, incluso el si bemol agudo, en su sitio- para desarrollar una actuación impecable. Es la suya una voz «a la americana», con emisión peculiar, tampoco estrictamente verdiana, pero que acaba convenciendo porque no se arredra ante las dificultades vocales del personaje. Las hace suyas y las ejecuta de forma precisa, aunque, a veces, algo fría.
Mucho se esperaba, y no defraudó, de la Amneris de Larissa Diadkova. La mezzosoprano rusa aportó una visión del personaje distinta a la que se suele ver más usualmente. No fue una Amneris diabólica, sino enamorada y con cierto poso melancólico en la construcción del papel. Diadkova exhibió un registro central y grave opulentamente ruso y envuelto en una emisión, a la vez, verdiana. A veces el agudo resulta un tanto forzado, pero esto no merma una actuación antológica, llena de recursos expresivos y armónicos que brillaron con plenitud en los sucesivos dúos y tríos en los que es pieza clave sobre la que se articula la obra.
Y la sorpresa llegó de la mano de Micaela Carosi. La soprano se recreó en el pesonaje de Aida, que le viene a la perfección a una realidad vocal que tiene en el sobreagudo firme pilar. Sorprende que una emisión tan potente como la que demuestra tenga su contrapunto en el refinamiento expresivo con el que cantó ese hermoso tapiz melódico que es el «Qui Radamés verrà... Oh patria mia», sugerente y bellísima romanza evocativa que requiere una delicadeza rotunda en la expresión, lo cual realizó Carosi con mayúscula eficiencia. Fascinante.
Con estos ingredientes vocales movidos por un concepto de conjunto firme y no por rivalidades se fraguó el éxito que sale de la pasión verdiana que enciende al público ovetense. A la salida, veteranos y expertos operófilos no escondían la emoción que el espectáculo les había producido. Al terminar una temporada más -en la que, por fortuna, se volvió a utilizar el telón americano del teatro- y por ese fervor del público de siempre que es el de hoy y del que se va haciendo para el futuro, no me queda más que seguir reivindicando recursos económicos y la máxima ayuda posible para que el mayor número posible de asturianos tenga acceso a disfrutar el esplendor de ese arte total que es la ópera.