Hacía siglos que no veía esta película (juraría que desde la adolescencia), pero mi recuerdo siempre había sido bueno. No me engañaba la memoria: es una magnífica película, a la altura de otros grandes títulos de su director, Richard Fleischer, como “
Los Vikingos”, “
Viaje alucinante” o “
Barrabas”. La primera parte es una solvente película de investigación policial, con el actractivo añadido de la multipantalla, que si bien, puntualmente, puede provocar cierto caos, no se queda en un mero efecto decorativo y "cool", sino que Fleischer lo sabe utilizar con mucho criterio como una especie de montaje paralelo que sirve para acrecentar la tensión de la intriga criminal.
Pero es en la segunda mitad de la película, a partir de la aparición en escena de Tony Curtis, cuando la película alcanza una velocidad de crucero extraordinaria. La realización va adquiriendo cada vez más un tono documental, hasta llegar a la pura experimentación visual de los últimos veinte minutos, que siguen asombrando a día de hoy. Lo mejor de todo es que Fleischer se vale exclusivamente de elementos visuales (en particular a través del contorsionismo de los encuadres y de la irrealidad del montaje) para reflejar la autodestrucción, autoconscienciación y autoasimilación del personaje protagonista. A destacar también el sapientísimo uso del sonido (tambores, pasos, ruidos callejeros), culminado con la respiración entrecortada que acompaña los títulos de crédito finales, hasta fundir… ¡a blanco!
E impresionante, y al mismo tiempo conmovedora, la interpretación de Tony Curtis de ese personaje desencajado en sí mismo. Sorprende la naturalidad, por una parte con que sostiene los terribles primerísimos planos, y por otra con la que interpreta a un loco, sin necesidad de histrionismos ni desparrames gestuales. Una lección magistral para muchos “divos” del presente, tanto nacionales como internacionales.