Ahora que ha habido tanta trifulca con nuestro amado Plácido (el tenor), yo he aprovechado para disfrutar una vez más con nuestro otro "Plácido" nacional, el cinematográfico. Y no descubro nada nuevo si digo que ésta es una de las mejores películas de la historia del cine español, además de un monumento a la inteligencia. Una pena que el talento de Berlanga fuera degenerando hacia el esperpento vacuo y ruidoso de sus últimas obras. Aquí el arte del director valenciano está en la cumbre, partiendo de un guión primoroso y de una puesta en escena, en apariencia cristalina, pero de extraordinaria complejidad y deslumbrante coreografía, donde la cámara literalmente “baila” con los actores, en unos planos largos, larguísimos (en rigor no se puede hablar de “planos secuencia”, como erróneamente se suele hacer) que fluyen con una naturalidad casi milagrosa.
Y otro milagro es el trabajo de una compañía de actores, muchos de ellos secundarios “anónimos” de los de toda la vida, pero que hacen filigrana pura con el texto. El conjunto brilla a una altura descomunal, pero lo de López Vázquez es portentoso: la capacidad para matizar hasta las sílabas, para las inflexiones, para dejar caer la entonación de las frases, justo con ese punto exacto, mágico, que sólo dominan los comediantes consumados. Es difícil decir esto, pero quizás sea la mejor interpretación de toda su carrera, y hay mucho dónde elegir.
Quien no lo haya visto, que no se la pierda. Y los que se la sepan de memoria, que vuelvan a visionarla, porque el disfrute parece no extinguirse.