Aunque estaba tranquilo, sintió una comezón en la boca del estómago cuando le anunciaron que su abogado esperaba. Esposado, siguió con ojos bajos el paso del guardia que le precedía y abría la puerta de la sala de visitas, donde un hombre corpulento y con papada se limpiaba, ensimismado, las gafas. Interrumpido en mitad de su profunda reflexión, el letrado se incorporó y le dirigió una mirada de piadoso pavor.
-¿Hay sentencia, don Bernardo?
-Sí ...
-¿Y?
-Podemos recurrir, aunque sin muchas opciones de que el Supremo la pueda casar; los hechos probados no son revisables, pero la gravedad de la pena...
-¿Garrote vil?
Don Bernardo miró al suelo como si estuviera ante un abismo, mientras él empezaba a recobrar el ánimo perdido por aquella comezón inicial; creía saber, más que nadie, lo que era la fatalidad. "¡Destino adverso!" se dijo para sus adentros.
-Queda el indulto. Eres joven, apenas habías cumplido la mayoría de edad penal y tienes un pasado de buena conducta, sin antecedentes. Tal vez nos favorezca que siempre alegaras obediencia y amor filial para conmover al gobierno...
-Pero en estos días los hijos no suelen matar a su madre porque tengan un amante, don Bernardo. Al fin y al cabo eran personas adultas, libres, y mi padre hacía ya tres años que había muerto. Me debí volver loco cuando los vi en la cama; e ignoro si el móvil fue más por una imaginaria burla de los vecinos que por el pretendido desdoro infligido, sí, infligido, a la memoria paterna. Sea como fuere, actué como un resorte y, al mismo tiempo, sometido a una inconmovible frialdad de ánimo, planeándolo todo hasta el último detalle, en lugar de cometer aquella barbaridad en la ofuscación del momento en que mi madre se entregaba a un hombre distinto al que me había engendrado. Padecí una especie de desdoblamiento: sabía perfectamente que iba a cometer un delito horrendo, pero nunca me consideré errado antes o después hacerlo.
-Que sufrieras un trastorno o una psicopatía transitoria no pudimos demostrarlo; en cualquier caso lo intentamos con aquellos informes periciales, pero en realidad era dar palos de ciego; pasaron diez días entre lo que tú consideraste “el descubrimiento fatal" y la tragedia que sobrevino; demasiado tiempo. Además, la atenuante por ofensa grave no era aplicable: no podemos utilizar la memoria de un muerto para justificar un parricidio ejecutado a plena luz del día y con premeditación. Creo que esa escenografía y la grandilocuencia de los hechos influyeron negativamente en el tribunal. Los jueces están acostumbrados a tratar con móviles peregrinos o groseros, pero comprensibles. No hay argumento convincente que pueda plantearse porque oyes la voz de un padre gritándote desde el más allá "¡Véngame!" por un adulterio póstumo y de ultratumba.
-El honor, el maldito credo del honor. Quién me mandaría a mí a escuchar tanto a Verdi, leer tanta literatura romántica, utilizar la fantasía como única forma concebible para huir de mi pobre existencia. Nadie se apiadó de mí, nadie quiso rescatarme de este código trasnochado, de estos valores en desuso. No obstante, siempre me asaltará la duda: ¿soy yo o son los otros los que han perdido el auténtico sentido del deber? Mi madre sintió la suficiente vergüenza para no ponerme al corriente ¿porque consideraba su pasión culpable? En cuanto a su amante, siempre le tuve afecto, como por un hermano mayor, o…
En ese instante calló lo que, de no mediar la ineluctable realidad, hubiera dicho: "Un segundo padre"; y rió con una amargura y una desesperación que le arrancarían las primeras lágrimas desde que cometiera el crimen ante la mirada atónita de los viandantes. Frente la extrema disyuntiva, decidió seguir tirando de su valor estúpido e ignorante, refugiado en aquel teatro de cartón piedra que sólo cobraba certeza en los libretos y en los escenarios, pero que no tenían traducción posible a la realidad de su tiempo.
Siempre fue raro: mientras sus compañeros enloquecían con los Beatles, se dejaban pelo largo y vestían pantalones de campana, él era un muchacho solitario y tímido, encerrado entre enciclopedias y diccionarios literarios, obsesionado con los dramones de Victor Hugo, las tragedias de Shakespeare y las novelas sombrías de Walter Scott, traducidas musicalmente a las más variopintas y truculentas óperas. Así, resultaba una especie de Don Quijote, trastornado no por libros de Caballería sino por el universo de la Lírica y los códigos ficticios que esta representaba. Mientras los jóvenes de su entorno hablaban de Aretha Franklin o de Pink Floyd, él sólo tenía oídos para los operistas europeos del diecinueve, en particular los italianos; su mundo lo constituían las grabaciones discográficas del Otello de Del Monaco o la Norma de Callas y su patrón de conducta no lo imponían las costumbres de su época, sino los estereotipos de un moro que estrangula a su inocente esposa o los de una sacerdotisa condenada por un amor sacrílego. Con todo, aún habría podido salvarse de aquella deriva demencial y ciega si hubiera comprendido lo que Canio, el patético payaso cornudo de Leoncavallo, aclara:“Il teatro e la vita non son la stessa cosa” ("El teatro y la vida no son la misma cosa").
Ridículo y consecuente hasta el final de aquella parodia que había sido su vida, camino de la ejecución, guardias y funcionarios se miraban de hito en hito ante aquel condenado que cantaba en un incompresible y anticuado italiano:
“Di mie discolpe i giudici/ mai non udràn l'accento;/ dinanzi ai numi, ai uomini/ ne vil, ne reo mi sento.” (De mis disculpas jueces no han de escuchar sonido; ante dioses y hombres, vil ni culpable he sido)
Cuando la voz artificialmente formal del director de la prisión le instó a decir sus últimas palabras, bajo la negra capucha surgió un alarido que era a la vez lamento y confesión:
-¡La commedia è finita!
_________________ "Per ser feliç, mortal, camina sempre i oblida" Joan Brossa
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