FRANZ BECKENBAUER: EL HOMBRE QUE JUGABA CON EL MEÑIQUE"Franz Beckenbauer no miraba el balón, sino que lo percibía con el pie" (Georg Schwarzenbeck)
El 31 de marzo de 1976 un aficionado ridículo, exaltado y disconforme, que pasaría a la posteridad con el sobrenombre de “El Loco del Bernabéu”, saltó desde el cemento de la grada sur hasta el terreno de juego nada más finalizar el partido de la Copa de Europa entre el Real Madrid y el Bayern de Munich y, tras atravesar el césped como una exhalación, consiguió derribar al árbitro austriaco Erich Linemayer con un derechazo propinado en carrera y por el cual el club madrileño hubo de rendir más tarde graves y costosas cuentas. Minutos antes, sobre ese mismo césped en el que Vicente Del Bosque tuvo que jugar de líbero por ausencia de Pirri, también aconteció otro fenómeno inusual: a Franz Beckenbauer le habían
“robado la cartera”. El inicio de la jugada tampoco fue muy normal, ya que el nuevo cerebro madridista, Günter Netzer, no se caracterizaba precisamente por su afición a servir pases sin sentido; pero aquel envío en profundidad fue realmente extraño ya que el golpeo, flojo y sin una dirección comprometida, parecía destinado al mayor de los mutismos. La pelota recorrió mansamente sus buenos 30 metros a paso de tortuga, atravesando líneas intercaladas de jugadores inanes y ensimismados en mitad de la primavera y de la noche. Su trayectoria frontal y suave era, aparentemente, presa fácil para la retaguardia alemana capitaneada por un Beckenbauer en plenitud y los cuatro zagueros del Bayern parecían tan seguros de tener la situación dominada que se limitaron a mirarse unos a otros de la misma manera que hacen las vacas cuando pasa el tren. Nada debería haber salido mal para ellos sino fuera por la irrupción en escena de la impetuosa y desgarbada silueta de Roberto Martínez, quien aprovechando la elipsis de Beckenbauer y compañía se hizo con el balón, lo impulsó hacia adelante con determinación y en cinco zancadas de antílope se plantó ante Maier decretándole un punterazo cruzado que se derritió, cual merengue, en la mallas de la portería enemiga ante el delirio de un estadio asilvestrado que, por aquel entonces, aun rugía de forma gutural, primaria y aborigen… Maier y Beckenbauer, acostumbrados durante años a la perfección sistemática de su juego defensivo, no daban crédito ante semejante despiste, mientras Roberto y el Bernabéu se sumergían, como cocodrilos hambrientos, en una nocturna espiral de euforia borracha que, sin embargo, no acabaría teniendo un final feliz. Pero el hecho de ver fallar a Beckenbauer era ya un síntoma de que algo estaba cambiando. Meses antes ya le había sucedido algo parecido a Eddy Merckx quien, con toda la gloria en su mano, se vino abajo en la modesta pero traidora pendiente de Pra-Loup cediéndole el maillot amarillo del Tour a un Bernard Thevenet que no desaprovechó la oportunidad para estoquearle y, al día siguiente, descabellarle en las rampas del Izoard, camino de Serre Chevalier. Por si fuera poco, entre ambos eventos deportivos, en España un sujeto de aspecto y olor desagradables, apellidado Franco, que parecía omnisciente y todopoderoso, se iba derechito a ese infierno imaginario al que tanto parecía temer en sus padrenuestros tras ser desconectado del racimo de cables que le mantenían artificialmente atado a una vida miserable. Todo ello, a los ojos de un crío de 8 años, era evidencia de que tanto los héroes como los villanos de conducta invicta y biografía dominadora comenzaban a ofrecer claros indicios de vulnerabilidad.
Los futbolistas germanos fueron responsables de buena parte de la rehabilitación de su país en la escena internacional tras los horrores del nazismo y así nombres pretéritos y pioneros como Fritz Walter, Helmut Rahn o Uwe Seeler, sustituyeron a otros apellidos mucho más siniestros en el contaminado imaginario colectivo de “lo alemán”. Posteriormente Franz Beckenbauer y sus compañeros de generación (Seep Maier, Berti Vogts, Paul Breitner, Wolfgang Overath, Jurgen Grabowsky, Günter Netzer, Uli Höeness, Gerd Müller, Jupp Heynckes, etc) servirían de banderín de enganche para una nueva hornada de “germanófilos” que basamos nuestro primer amor por ese país en modelos mucho más edificantes y satisfactorios. Beckenbauer era el jefe de esa contundente tropa que nos maravillaba aun más que la electrizante “naranja mecánica” holandesa. Yo le conocí cuando abandonó el centro del campo para situarse en el puesto de líbero, demarcación cuyos orígenes se remontan al fútbol suizo de los años 30 y que tuvo como ilustre precedente evolutivo al brasileño Domingos da Guía. Aquel medio teutónico que, al estilo de los futuros Steven Gerrard o Frank Lampard, llegaba al área contraria con la fuerza de los mares y resolvía jugadas de gol con puntería de delantero y serenidad de sicario, se había convertido en un defensa faraónico, en uno de esos futbolistas de planta vertical que juegan al trote y que parecen teledirigir el partido invisiblemente ataviados con chistera, varita mágica y periscopio. Había que tener mucha personalidad para hacerse con el liderazgo de una selección en la que jugaba nada menos que un tipo como Günter Netzer. La rutina era habitual; saque en corto de Maier para Beckenbauer en la media luna; el equipo contrario replegado más allá del círculo central; Beckenbauer avanzando con las luces largas y dibujándose en la cabeza el mapa mental de toda la geografía del terreno de juego: luego, tranquila o súbitamente, según el caso… una discreta apertura lateral, una arrancada penetrante -como en remolino- hasta las inmediaciones del área contraria, o un pase hondo y distinguido con el exterior del pie derecho, casi con el meñique, bien a ras de suelo o ligeramente picado por encima de la defensa y que aterrizaba quirúrgicamente en aquellos andurriales donde los mortíferos Müller, Höeness o Heynckes cumplían únicamente con el feliz trámite de poner la rúbrica.
Con la despedida a Franz Beckenbauer (o “Bekembaa”, como pronunciaba Rudi Michel, el locutor de la televisión alemana en la final del Mundial 74) cae un símbolo de un fútbol, el setentero, dotado con los atributos de la belleza estática (a diferencia del actual, cimentado principalmente sobre las bases de la eficacia cinética). Creo que si Frederic Remington, el célebre pintor norteamericano famoso por aquellos cuadros del Far-West que tanto le gustaban a John Ford, hubiera nacido en el momento preciso habría pintado magnificas ilustraciones de fútbol de los setenta con escenas de jugadores míticos pero para los que hace falta mucha afición y mucha memoria a la hora de recordarlos… Si, … cuadros, por ejemplo de Jimmy Johnstone, del “Cholo” Sotil, de Kazimierz Deyna, de Archie Gemmill, de Roberto Boninsegna, de Terry McDermott, de Jurgen Pommerenke, de Paulo Cesar Lima, de Willy van der Kerkhof, de Antonin Panenka, de Tarsicio Burnigh, de Josip Katalinski, de Andrzej Szarmach… : pero también retratos solemnes de las grandes figuras que atraían la mirada de las masas por su simple presencia sin necesidad de hacer nada… , de Rivelino, de Iribar, de Johann Cruyff y, por supuesto, de Franz Beckenbauer, el futbolista termodinámico que demostraba con su estilo que el calor propio se transmite desde los cuerpos más cálidos a los más fríos en proceso irreversible; el líbero que con su juego, al igual que el cantante italiano Franco Battiato, buscaba “un centro de gravedad permanente”; el campeón que parecía maniobrar sobre el verde pasto con una diadema colocada sobre su frente y con un pie derecho armado de un meñique bendecido por la suavidad del terciopelo y la precisión de un puntero laser.
Real Madrid – Bayern Munich 1976
https://www.youtube.com/watch?v=2gHe6V-bbbIAlemania-Holanda 1974
https://www.youtube.com/watch?v=QyzQntVADoYBeckenbauer vs Cruyff... hasta el infinito y más allá... Götterdämmerung: Trauermarsch:
https://www.youtube.com/watch?v=GAhUfHJF2bM