Sigo con el Gran Poeta de lengua castellana, Miguel Hernández en su homenaje.
De EL HOMBRE ACECHA
EL HERIDO (Miguel Hernández)
Para el muro de un hospital de sangre.
I
Por los campos luchados se extienden los heridos.
Y de aquella extensión de cuerpos luchadores
salta un trigal de chorros calientes, extendidos
en roncos surtidores.
La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo.
Y las heridas sueñan, igual que caracolas,
cuando hay en las heridas celeridad de vuelo,
esencia de las olas
La sangre huele a mar, sabe a mar y a bodega.
La bodega del mar, del vino bravo, estalla
allí donde el herido palpitante se anega,
y florece y se halla.
Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
La que contengo es poca para el gran cometido
de sangre que quisiera perder por las heridas.
Decid quién no fue herido.
Mi vida es una herida de juventud dichosa.
¡Ay de quien no está herido, de quien jamás se siente
herido por la vida, ni en la vida reposa
herido alegremente!
Si hasta a los hospitales se va con alegría,
se convierten en huertos de heridas entreabiertas,
de adelfos florecidos ante la cirugía
de ensangrentadas puertas.
II
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos
de los que han revolcado su estatua por el lodo.
Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,
de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada,
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño
reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.
Porque soy como el árbol talado, que retoño:
porque aún tengo la vida.
CARTA (Miguel Hernández)
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Oigo un latido de cartas
navegando hacia su centro.
Donde voy, con las mujeres
y con los hombres me encuentro,
malheridos por la ausencia
desgastados por el tiempo.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra,
que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.
LAS CÁRCELES (Miguel Hernández)
I
Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados:
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.
No se ve, que se escucha la pena de metal,
el sollozo del hierro que atropellan y escupen:
el llanto de la espada puesta sobre los jueces
de cemento fangoso.
Allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto,
el telar de la lágrima que no ha de ser estéril,
el casco de los odios y de las esperanzas,
fabrican, tejen, hunden.
Cuando están las perdices más roncas y acopladas,
y el azul amoroso de las fuerzas expansivas,
un hombre hace memoria de la luz, de la tierra,
húmedamente negro.
Se da contra las piedras la libertad, el día,
el paso galopante de un hombre, la cabeza,
la boca con espuma, con decisión de espuma,
la libertad, un hombre.
Un hombre que cosecha y arroja todo el viento
desde su corazón donde crece un plumaje:
un hombre que es el mismo dentro de cada frío,
de cada calabozo.
Un hombre que ha soñado con las aguas del mar,
y destroza sus alas como un rayo amarrado,
y estremece las rejas, y se clava los dientes
en los dientes del trueno.
II
Aquí no se pelea por un buey desmayado,
sino por un caballo que ve pudrir sus crines,
y siente sus galopes debajo de los cascos
pudrirse airadamente.
Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla,
y desencadenad el corazón del mundo,
y detened las fauces de las voraces cárceles
donde el sol retrocede.
La libertad se pudre desplumada en la lengua
de quienes son sus siervos más que sus poseedores.
Romped esas cadenas, y las otras que escucho
detrás de esos esclavos.
Esos que sólo buscan abandonar su cárcel,
su rincón, su cadena, no la de los demás.
Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma,
enmohecen, se arrastran.
Son los encadenados por siempre desde siempre.
Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe:
sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra
como si yo estuviera.
Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
no le atarás el alma.
Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita.
Hierros venenosos, cálidos, sanguíneos eslabones,
nudos que no rechacen a los nudos siguientes
humanamente atados.
Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio,
tenso, conmocionado, con la oreja aplicada.
Porque un pueblo ha gritado, ¡libertad!, vuela el cielo.
Y las cárceles vuelan.
PUEBLO (Miguel Hernández)
Pero ¿qué son las armas: qué pueden, quién ha dicho?
Signo de cobardía son: las armas mejores
aquellas que contienen el proyectil de hueso
son. Mírate las manos.
Las ametralladoras, los aeroplanos, pueblo:
todos los armamentos son nada colocados
delante de la terca bravura que resopla
en tu esqueleto fijo.
Porque un cañón no puede lo que pueden diez dedos:
porque le falta el fuego que en los brazos dispara
un corazón que viene distribuyendo chorros
hasta grabar un hombre.
Poco valen las armas que la sangre no nutre
ante un pueblo de pómulos noblemente dispuestos,
poco valen las armas: les falta voz y frente,
les sobra estruendo y humo.
Poco podrán las armas: les falta corazón.
Separarán de pronto dos cuerpos abrazados,
pero los cuatro brazos avanzarán buscándose
enamoradamente.
Arrasarán un hombre, desclavarán de un vientre
un niño todo lleno de porvenir y sombra,
pero, tras los pedazos y la explosión, la madre
seguirá siendo madre.
Pueblo, chorro que quieren cegar, estrangular,
y salta ante las armas más alto, más potente:
no te estrangularán porque les faltan dedos,
porque te basta sangre.
Las armas son un signo de impotencia: los hombres
se defienden y vencen con el hueso ante todo.
Mirad estas palabras donde me ahondo y dejo
fósforo emocionado.
Un hombre desarmado siempre es un firme bloque:
sabe que no es estéril su firmeza, y resiste.
Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla
desde todos sus muertos.
Estos poemas de Miguel Hernández que estoy poniendo para los foreros son de una exquisita sensibilidad. Un poeta y un ser humano maravilloso por eso mi agradecido homenaje.