Peter Quint escribió:
Es posible que no exista en el repertorio una muerte más dulce, y al tiempo más terrible, conmovedora y desasosegante que la espectral coronación de Judit como señora de la noche tras abrir la séptima puerta de "El Castillo de Barbazul". La misma culmina, con una belleza sin igual, la poética y durísima introspección de la mujer en el castillo de su marido, desvelando, puerta a puerta, cada uno de los sentimientos, matices, sudores, sangres, esperanzas y lágrimas de que se compone el mundo interior del atormentado protagonista.
Resulta evidente, desde un primer momento, la intención de Bartók (y del autor del texto, Béla Balász) de apartarse argumentalmente del cuento de Perrault y huir a un mundo de simbolismo e interiorización. La historia es ahora intangible, irreal, pensada, casi soñada. Es un largo, sereno, triste y adulto diálogo entre Barbazul y Judit, dramáticamente redundante, casi primitivo. Desnudo. Una desnudez a la vez pequeña e inconmensurable, un hilo que no para de correr con melancolía llevándose la vida de sus dos protagonistas. Porque, igual que la muerte de Gilda "significa" la de Rigoletto o la de Desdémona implica la de Otello (simbólicamente desde su mismo acaecer y fácticamente unos minutos después), también la transformación de Judit implica nuevamente la soledad inexorable de Barbazul, su vacío vital, su destrucción.
Resulta muy llamativa la determinación de Judit de abrir las demás puertas tras encontrarse, en la primera, con una cámara de torturas. Cabría comprender que desistiera, incluso que huyera, pero su persistencia determina la naturaleza de una lucha que precisamente resultará más sanguinaria por el amor ilimitado que se profesan los contendientes. Judit ama a Barbazul y necesita seguridad para quererle, cualquiera que sea la determinación que tenga que tomar en ese empeño; Barbazul, solitario y oscuro en el atardecer de su vida, quiere ser querido al menos una vez más y expone en ello su intimidad.
En mi opinión, ese combate a muerte de renuncia y amor, secreto y amor, amor e intimidad, muerte en el amor, se puede clasificar claramente en tres etapas. En la primera (las tres puertas iniciales), Judit descubre primero la cámara de torturas, después la armería y más tarde el tesoro de su marido. Él trata de frenarla, ella se horroriza, pero la inquisición no cesa. En esta etapa, Judit se enfrenta a los primeros fantasmas de su marido, mientras él, sin saberse si sondea a su mujer para ver si a Judit lo que encuentra le parece muy horrible o no o bien (lo que sería mucho más interesante) no está seguro de ver lo mismo, le pregunta insistentemente "¿Qué ves?". Judit se entristece y decepciona, y de alguna forma, para reivindicarse ante su mujer, para contarse a sí mismo que no es ese hombre horrible del que todos hablan en cuyo castillo sólo hay torturas y tesoros ensangrentados, para defender que el Bien también ha tenido un lugar en su vida, le muestra a ella, en una segunda etapa, los dos fortines de su intimidad: el jardín y el poder (superlativo el desapego de Judit en la quinta puerta, cantando a capella, aislada, ajena a la poderosa fanfarria en Do mayor en que su marido trata de reconquistar su confianza). Pero eso no es suficiente para Judit, y ello nos conduce a la tercera etapa, el momento trascendental y definitivo. Judit se impone, transgrede el límite de la intimidad de su marido, descubre el (desesperante y bellísimo) río de lágrimas y después abre, finalmente, la séptima puerta. En el momento que comprende que las cosas han sido más poéticas, más irreales que las habladurías (no las ha matado, viven espectralmente en su recuerdo), es tarde: ha comprendido que tiene que ir con ellas. Así se consuma el ciclo vital de Barbazul, que declara que la noche se ha impuesto en su castillo para siempre.
No cabe ninguna duda de que la obra, al menos si es cierto el esquema recién esbozado, se expone a numerosas y complejas interpretaciones. Debajo de ellas, sin embargo, considero que en lo esencial, la obra es un exponente de una universal tensión: la "unidad", su valor y sus implicaciones en una vivencia de pareja, familia o grupo; el límite entre la cualidad personal individual de las personas, por un lado, y sus renuncias por el bien común de la institución, por otro. En el cuento de Perrault, como se sabe, Barbazul era un asesino, pero Judit no moría. Aquí sí. Bien, pues ¿quién mata a Judit? En sentido estricto, ella misma. Barbazul no es el hombre sanguinario del que hablaban en el pueblo: sus mujeres anteriores no están descuartizadas ("viven, viven", dice la propia Judit) sino que correspondieron a momentos de un ciclo vital que ella viene a culminar. La noche se ha impuesto. Todo se consumó.
El hecho de que no quepa atribuir la responsabilidad de la transfiguración de Judit a Barbazul no significa que la actitud de la mujer sea totalmente censurable y monstruosa. Humanamente, la podemos comprender sin dificultad: enamorada hasta el extremo de querer rescatar a su amado de las tétricas circunstancias que lo rodean, compañera de Barbazul para toda una vida y en consecuencia, vinculada a él no sólo en el amor sino también en la confianza, encerrada en un castillo sin luz del que la fuerza vital sólo parece poder emanar de las puertas, su persistencia es, inicialmente, comprensible e incluso sensata. Pero a medida que la ópera avanza, su obstinación, cuyo desgarro en el alma de Barbazul cada vez es más obvio, la lleva a su pecado, a su crimen: sustituye el cariño por Barbazul, que exigiría el respeto por el núcleo último de su intimidad ("no abras esta puerta"; "ha de estar cerrada siempre") por la propia satisfacción de su búsqueda. No sólo como "curiosidad" o cotilleo, sino sobre todo, y ahí está la clave, como instauración de su señorío sobre otra persona, en tanto que conquistadora de su intimidad. Y eso no tiene justificación.
En suma, el crimen de Judit nos recuerda no sólo que la intimidad, hasta de las personas más broncíneas, puede ser de cristal, sino sobre todo, que el cariño hacia otra persona, la amistad más robusta con ella, el amor, el compromiso o incluso el matrimonio, exigirán en su caso la confianza que corresponda, pero no nos otorgan de ninguna forma derechos de propiedad sobre las siete llaves de su alma. No hay amor, amistad ni sentimiento humano que valga para dictaminar o reconfigurar la intimidad de una persona contra su voluntad. Por intensos que sean nuestros sentimientos, seamos dos, no uno. Pues siempre que dos almas se convierten en una, significa que la otra ha dejado de existir.
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