A continuación os remito la crítica aparecida hoy en La Voz de Galicia:
César Wonenburger
Ese gran éxito que ya le estaba faltando al Festival Mozart llegó por fin, como no podía ser de otro modo, con el aguardado Rossini del sumo especialista, Alberto Zedda. Después de su exquisito Cavalli y luego de esta ejemplar Donna del lago , el maestro milanés ha vuelto a revalidar su condición de auténtica estrella del certamen.
El otro día, con su socarronería habitual, Zedda afirmaba que el único aspecto mejorable en el reparto artístico de este título rossiniano era él mismo. Es cierto que sin un cast de primer nivel, y ahora lo ha habido, con algunos reparos, no se puede abordar una obra como La Donna , que basa su encanto primordial en el sutil poderío de las voces. Pero aquí, más que en otras partituras belcantistas, por lo exigente de la escritura, se requiere un director que facilite su labor a los cantantes, concediéndoles libertad para respirar con la música; gobierne al coro con pulso firme en sus numerosas intervenciones (soberbio el de Praga) y sepa encontrar en la orquesta los colores precisos que iluminan una de las más poéticas partituras rossinianas. Logra además el justo equilibrio entre las momentos heroicos y las escenas más íntimas. Si bien en algunos instantes, sobre todo del primer acto, a la lectura de Zedda le faltó algo de esa poesía que Rossini reclama. En conjunto, su concepción global de la obra resultó modélica.
Para poner en pie el monumental edificio que ya anuncia esa obra maestra que este certamen no debería dejar de programar, muy por encima de otras de menor interés, Guillermo Tell , el director contó con colaboradores de lujo, empezando por una orquesta inspiradísima, entregada a las indicaciones de la briosa batuta, dúctil y poderosa, con unos finales de acto de enorme brillo, a la que se sumó un coro ejemplar.
Entre los cantantes, dos estuvieron muy por encima del resto. La mezzo Daniela Barcellona arrancó algo fría, la mecánica del canto a veces se impone en ella sobre la expresión y sus graves no siempre tienen la rotundidad deseada, pero su interpretación fue ganando en hondura y expresividad para acabar triunfando. Del joven divo peruano Juan Diego Flórez sólo puede decirse que intérpretes de su inteligencia y clase se dan uno en un millón. Domina todas las facetas del canto con una madurez pasmosa: en él la técnica pasa a un segundo plano, haciendo fácil lo que no lo es, y convirtiendo las notas en palabras a las que sabe dotar de su significado preciso. Un fenómeno. Menos interesante el resto, con una Iano Tamar en la que sólo en ocasiones (el rondó final) la intérprete sensible se impuso sobre las asperezas de una voz no siempre adecuada para el papel. Robert Macpherson es un falsetista de técnica poco ortodoxa, o simplemente inexistente, un remedo del gran Chris Merrit. Nicola Ulivieri ha echado por tierra las buenas esperanzas que hizo albergar en su presentación, hace pocos años, en este festival: aunque es un cantante estimable, su instrumento carece de las pastosidad y la proyección deseables. Detalles menores que no empañaron una gran noche de ópera de las que no abundan precisamente.
Pues eso.
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