Jean-Pierre Ponnelle fue un hombre de ideas geniales que, sin embargo, no logró entender que no todo lo que se le ocurría era genial por sistema. Puesta muy vivaz y fastuosa de Rigoletto, con ideas muy MUY hermosas, pero finalmente artificial, de tanto exceso histriónico y tanto primer plano superpuesto de todo el mundo. Es posible que la clave esté en que el ritmo pretendidamente cinematográfico de esta película no sea el del teatro, pero, en este lenguaje que no se decide entre el realismo y la alegoría, a mí que Pavarotti tenga que reír pérfidamente sobre el
Scorrendo uniti a ver si el espectador entiende que el duque se está divirtiendo con el relato de sus cortesanos, que cada vez que un personaje piense en otro tengamos que ver un plano (y, por lo general, bastante feo) del mismo, por si en hora cincuenta de ópera no nos acordamos de quién era, que tantos personajes pongan caras forzadísimas hasta lo escolar para que entendamos sus sentimientos, me hacen sentirme como si el responsable de la puesta me estuviese llamando idiota o incapaz de entender por mí mismo qué cosa sea
Rigoletto.
Con lo cual, el gran interés del asunto, con perdón, viene dado por la espléndida talla interpretativa de Ingvar Wixell. Que no afina como un liederista ni tiene un cañon de voz que vaya a derribar ningún palacio de Mantua (con lo bonitos que son esos edificios, íntegros y en su sitio), pero está continua, febril, tensísimamente en el rol, sin exagerarlo nunca pero sin ahorrarnos tampoco ni uno solo de sus estremecimientos, de sus miedos, de sus nervios, de su llanto. Muy en especial, la ansiedad delatada del recitativo del Larà larà y la invectiva son la imagen de la impotencia en carne viva como en muy pocas ocasiones, y la Maledizione final, come scritta y sin agudos añadidos, es una claudicación anímica y humana absoluta. Por otro lado, la idea (debatible) de hacerle cantar también el Monterone, queriendo representar que Rigoletto se mofa de un dolor que está condenado a repetir, presenta, al tiempo que una debilidad musical (pues Wixell no es el absoluto el bajo profundo que la partitura exige) otro acierto interpretativo, pues el barítono sueco consigue diferenciar suficientemente ambos personajes y también como conde halla matices estremecedores. Un verdadero artista.
A su lado, la voz de Luciano Pavarotti refulge con un esplendor totalmente congenial al rol (aunque la espontaneidad del fraseo ocasionalmente se torne en falta de cuidado) y Edita Gruberova, portentosa de fiato, tras cantar fabulosamente los dos primeros actos (pero, ay, con una distancia expresiva que hace que se le vaya el tren del
Tutte le feste al tempio), en el tercero consigue unos matices de una sinceridad inesperada y muy conmovedora. Mejor actor que cantante, como siempre, Ferruccio Furlanetto, y mejorables tanto Victoria Vergara como el plantel de secundarios (entre los que destaca sin duda el Marullo de Bernd Weikl, privado sin embargo de traducción visual -le sustituye el enorme Louis Otey-y forzado a bostezar en balleno sobre la frase
S'ho dwwwoooormito sempre, otra frase impenetrable para el intelecto del espectador si no se le explica de esta forma). El entonces jovencísimo Riccardo Chailly está teatral, pero no especialmente memorable, ni en concertación, ni en dirección de cantantes (Wixell aparte, por Dios), ni en extraer de la Filarmónica de Viena (puntualmente brillante: ¡qué flauta fusionándose con Gruberova en la introducción al Caro Nome!) todos los colores que nos hubiera podido dar.