G. Verdi - Nabucco (MET, 1960)Me da a mí que la máquina del tiempo de Tunner tiene más peligro que la que tripulaba Marty McFly. Como hacía mucho, mucho que no me ponía un
Nabucco, pensé en este clásico muy disponible como opción bastante razonable; pues qué va.
Vaya por delante que la obra no está entre mis favoritas. Soy incapaz de meterme de lleno en el drama, no ya por el disparatado argumento, históricamente delirante y con unas cuantas situaciones ridículas (se dan por supuestas en los libretos de la época, pero ¡anda que el “secuestro” de la princesa Fenena!), sino por la inconsistencia de los personajes, que cambian constantemente de sentimientos y actitudes por necesidades del guion. Por cierto, ¿es esta la única ocasión en que los bandazos de un protagonista masculino son “justificados” por una enajenación mental transitoria, al estilo de las heroínas? En cualquier caso, si a mis incapacidades se le suma una versión llena de cortes que refuerzan ese comportamiento arbitrario y que altera el orden de algunas escenas, el problema está servido. Para aclararme, estoy seguro de que el
Va pensiero no está al comienzo del tercer acto, pero ¿no termina la obra con la muerte de Abigaille? (en este caso se cierra con el coro
Immenso Jehovah).
Ya se que estas cosas son parte del precio de la dichosa máquina; como lo son la grabación mono con los micrófonos puestos de aquellas maneras y todo tipo de ruidos. Lo que no esperaba es que (me) fallaran los artistas. Lo más valioso lo brindan, a mi juicio, los bajos: Cesare Siepi y Bonaldo Giaiotti bordan la pareja de cura bueno / cura malo. Schippers y McNeill, en cambio, me han decepcionado. El director norteamericano nos regala una lectura llena de vigor, teatralidad y espíritu verdiano, pero a mi modesto entender se le va la mano con los contrastes: los pasajes más vigorosos tienden al descontrol (el coro sencillamente no puede con ellos) y los más recogidos dan una cierta sensación de “bajón”. En cuanto a Cornell McNeill, no voy a poner en duda la calidad de su canto, no sea que aparezca por aquí el fantasma del cicuta (o el fantasma y el cicuta juntos, que me harían papilla); aun con todo, resulta mucho más convincente en su faceta de doliente genitore –anticipo del Verdi posterior- que como rey guerrero y furibundo dios asirio-babilonio (sic); compárese, por ejemplo, el magnífico
Dio di Giuda! con el desmayo con el que pronuncia a continuación
Porta fatal, oh t’aprirai!, y de esas transiciones tiene unas cuantas en la ópera.
Eso los buenos –que, insisto, son muy buenos. Pero en el otro extremo está lo inenarrable, y mira que quiero a doña Leonie Rysanek, pero en esta ocasión hay que escucharlo para creerlo: bajos entubados, alaridos por arriba, desafinación permanente y un fraseo desquiciado que acaba por volver locos a todos sus compañeros en
S’appresan gl’instanti; no me imagino una actuación así en un teatro de primera en esta “edad de hojalata”. Junto a ella, Rosalind Elias tampoco puede con su papel y compite en agudos chillados (¿pero no era mezzo?) con la austriaca, mientras que Eugenio Ferrandi resuelve con notable sosería y más de un apuro una parte que –todo sea dicho- tampoco da para mucho. El resto del equipo pasa sin pena ni gloria.
Al coro -casi en lo primero en que se fija uno- ya me he referido antes. Aparte de responsabilidades de dirección, las voces son irregulares, la emoción está muy por debajo de lo esperable y algunas de las frases de don Temistocle parecen pronunciadas por el club de amigas de doña Croqueta.
Ahora vendrán con Muti o Sinopoli, con razón, pero al DeLorean operístico hay que subirse con todas sus consecuencias.