Reescucha adulta, pausada y con partitura (qué maravilla esto de las Tablet, aunque uno piensa en los dispendios juveniles en partituras y comprende que ahora mismo Giulio Ricordi se parte el ojete de mí en su tumba) de una obra a la que nunca tuve excesivo cariño, pero que, tomada en serio, tiene muchísimo que ofrecer.
En primer lugar, porque aún funciona muy bien la idea del descreído que se entrega al diablo en busca de algo por lo que merezca la pena haber vivido, y que (tras abusar de Margarita hasta quebrar su propia humanidad, y tras zumbarse hasta a Helena de Troya) en su último momento comprende que lo único que de verdad lo vale es desear el bien al prójimo, y muere en Cristo. Fausto, en ese sentido, me parece un personaje cuya modernidad no resulta inferior a la de la poderosa figura de Mefistófeles.
En cuyo retrato musical, sin embargo, está la cara y la cruz de esta ópera. La obra no se llama Fausto, como la de Goethe (o la de Gounod) y ello es significativo, porque Boito fía toda su obra a la construcción de un diablo torvo, carismático, sardónico, cáustico, oscuro y magnético, y en mi opinión, ello solo se logra relativamente (y lo alcanza más el texto que la música). El impacto de momentos como Ave, Signor, Son lo spirito che nega o Ecco il mondo es innegable, pero toda esa música apuntando al efecto más que al canto, pensada para el impacto de los abruptos intervalos y los esquivos cromatismos, hace que la sostenibilidad de la obra dependa en exclusiva del talento del bajo y su capacidad para mantener la tensión y no trivializarla, asustando sobre el sentido de la muerte y el poder sobre el mundo y sobre los hombres sin caer en grandilocuencias superficiales (personalmente, opino que la música más inquietante asociada a Mefistófeles es la visión del fraile oscuro, donde él no canta).
Más allá de eso, tenemos música que quizá globalmente sea irregular, de acuerdo, pero mucha de la cual está espléndidamente escrita. El Prólogo y el Epílogo som excepcionales (y qué extenuante demanda del coro), el acto I tiene un peculiar equilibrio musical, y el acto IV (sin duda, el peor) es, con todo, útil para el equilibrio dramático de la obra, además de breve. Pero en particular, todo lo que canta Margarita me parece magnífico. Tengo una afinidad muy especial con "Lontano, lontano, lontano" y me da algo de pena que la excepcional calidad de la nenia (donde está todo: el crimen, la locura y la piedad) haya eclipsado en fama al Spunta l'aurora pallida, a mi modo de ver el mayor momento de teatro musical de la ópera. En suma, una obra muy propensa a que se destaquen sus defectos, pero que, oída con calma, sigue emocionando.
En cuanto a la versión, es advertible el cariño y esmero de De Fabritiis por la obra, al mando de unos medios musicales de lujo inusitado. Ghiaurov está demasiado mayor y su encarnación tampoco es muy profunda, pero de alguna forma, "es" Ghiaurov y no podía haber sido otro. Mucho mejor Mirella Freni (lejos de la punzante verdad de un Callas, pero avasalladora en su sanísimo lirismo) que Montserrat Caballé, delicada en los melismas del dúo con la mezzo, pero perdida en el Notte cupa, truce y con el agudo endurecido en el concertante de su seducción.
De modo que lo verdaderamente revelador de este disco es el excepcional Fausto de Luciano Pavarotti. No en todo, entiéndase: el cuarteto del jardín es demasiado difícil si no se tiene una absoluta, casi obsesiva precisión en la medida, y el tenor modenés claramente no la tenía, por lo que terlina cantando al tiempo de Freni cuando deberían alternarse las partes, y la (notoria) postproducción no consigue arreglar el desaguisado (uno tiembla al pensar lo que tuvieron que ser las sesiones de grabación del pasaje). Pero en la lozanía vocal, sentido inmediato del melodismo (con las posibilidades que un papel como Fausto ofrece en ese sentido) y retrato musical de las ansias vitales del personaje que busca saciarse que en su momento no tuvo, Pavarotti ofrece uno de sus retratos más completos y convincentes.