Críticas de "La Nueva España" y "La Voz de Asturias":
LVdA Exito artístico. A parte de la respuesta que el público del estreno tenga, con frecuencia bastante fría y escasa en aplausos, la producción destiló enorme calidad en todos los aspectos. Desde luego en la dirección musical, donde se ha contado con Alberto Zedda, quizás el mayor experto en la obra del maestro de Pésaro, que ha demostrado una claridad de ideas y buen hacer como concertador que no ha hecho más que potenciar el trabajo del reparto vocal. En este sentido, resulta difícil encontrar, hoy en día, un reparto más adecuado para afrontar una obra de estas características. En algunos casos, como el de Daniela Barcellona o Mariola Cantarero se roza la excelencia artística; en otros, a un gran nivel interpretativo. Si a todo esto le sumamos una concepción para la escena que funciona, como en esta ocasión, además de la brillante participación del Coro de la Generalitat Valenciana y de la Orquesta Sinfónica Ciudad de Oviedo, lo que se obtiene es una velada lírica de lujo, que no desentona con el apabullante comienzo mostrado con Elektra , sino que subraya, ya con indudable firmeza, un extraordinario principio para la temporada LA MAS aplaudida de la noche fue la soprano granadina Mariola Cantarero. Se trata de una extraordinaria cantante, que presenta un dominio técnico sobresaliente, lo que le permite, con una sorprendente sensación de facilidad, solventar con garantías los pasajes escalísticos e interválicos más difíciles del estilo belcantista. No es de extrañar que a pesar de sus veintiséis años se la compare ya con Monserrat Caballé. Con las características líricas de lo que se denomina una soprano de coloratura, ofreció numerosos momentos en la velada donde dejó patentes sus formidables cualidades. Puede valer como ejemplo la escena de recitativo en do menor Di mia vita infelice...! y la cavatina No, che il morir é , especialmente emotiva, en mi b mayor, terminado con una bella cadenza final, delicadamente interpretada, o la conocida aria del arroz --Di tanti palpiti1--, ambas de las más ovacionadas de la noche. En la evolución personal de esta cantante, el siguiente paso debería ser la búsqueda de la excelencia artística, el refinamiento interpretativo. Daniela Barcellona presenta unas características vocales y físicas que casi se puede decir que se adecuan idealmente al personaje de Tancredi. Escénicamente su trabajo resultó muy atractivo, haciendo bueno el carácter heroico del personaje. Su voz de mezzo es de una plenitud y volumen sobresaliente, pero lo que más llama la atención es la calidez, personalidad y belleza de su timbre, además de su amplia tesitura. Su forma de atacar las notas, sobre todo las que prolonga, crea en ocasiones una ligera sensación incómoda de desajuste, casi imperceptible pero, repetimos, presente en algunos momentos. En definitiva se trata de una excelente cantante que ha convertido su interpretación de Tancredi en una de las de referencia. Fue la segunda más aplaudida. El barítono asturiano David Menéndez actuó en el papel de Orbazzano, un rol más importante que los que últimamente ha asumido en el Campoamor, y que mostró a un cantante con una evolución vocal que ha sabido mantener ese bello timbre de siempre, aunque algo más gris y con mayor proyección en volumen. Su papel ofreció la oportunidad de escuchar más partes recitadas que eminentemente líricas, de las que dio buena muestra en el concierto homenaje a Badenes, donde se vio que el repertorio belcantista puede ser uno de sus fuertes. EN ESTE CASO, su presencia en escena fue siempre destacada, lo que habla a las claras de su talento dramático. Pero fue su presencia vocal, siempre sobresaliente, lo que más marcó sus apariciones. En todos los concertantes su voz de barítono cumplía brillantemente como sostén del conjunto, al tiempo que se dejaba oír, claramente, entre las demás. La evolución de este cantante, quizás el de mayor proyección de entre los asturianos, es permanente e impresionante. Gregory Kunde fue, junto con Menéndez, el que dotó a su personaje de una presencia escénica más atractiva. Su aria de presentación, E contento in tal momento , sirvió para demostrar su enorme musicalidad y elegancia de fraseo, así como su seguridad para afrontar las dificultades de estilo con garantías. Se trata de un tenor del que quizá se eche en falta un mayor empaque vocal, si bien su Argirio es uno de los incontestables del actual panorama lírico. Sus interpretaciones, aunque aplaudidas, no tuvieron, en mi opinión, la acogida apropiada a sus méritos interpretativos, de notable calidad. Annamaria Popescu como Isaura comenzó su participación algo insegura --Sia tra voi concordia... -- con una voz algo falta de volumen que fue ganando en presencia escénica para llegar a ofrecer una notable interpretación de la cabaletta Un raggio sereno , que recibió numerosos aplausos. Con un nivel equivalente de garantías interpretativas acometió Susana Cordón el personaje de Roggiero, sobre todo en el momento de afrontar brillantemente su aria Torni alfin ridente, e bella . Respecto a la puesta en escena, a cargo de Massimo Gasparón, hay que decir que fue bastante efectiva en general. Si bien algunos de los elementos arquitectónicos y su distribución, además de algunos elementos del vestuario son discutibles, el resultado se debe considerar satisfactorio. Si la sensación de conjunto no se puede calificar ni de bella ni de sugerente, sí quizás de elegante, al tiempo que ágil, por la riqueza de movimientos; y también de efectiva, por la sensación de consistencia. QUIZAS UNOde los aspectos más molestos de la escena tenían que ver con las armaduras usadas por los intérpretes, que durante toda la función reflejaban demasiado la luz de los focos, resultando bastante incómodas para percibir las facciones de los protagonistas. En general lo que predominó fue la limpieza de los movimientos en escena, ya sean personales o de decorado; sin embargo, el ruido generado tras la escena quizás fue demasiado recurrente a lo largo de la función, distrayendo bastante. Hay que decir que al igual que ocurrió en Elektra , donde algunos fallos técnicos fueron evidentes, la falta de limpieza en este caso, no puede, ni debe, empañar el extraordinario resultado general. La dirección musical estuvo a cargo de Zedda. Su trabajo como musicólogo le ha llevado a obtener un conocimiento profundo del compositor, plasmándose en la dirección con una claridad de ideas poco usual, y llevándole a aportar rasgos ciertamente originales, como es su convicción de que los recitativos secci se interpretasen, no con el clave y el chelo, como sería lo habitual, sino añadiendo a estos el contrabajo. En realidad esto no se llevó a la práctica, seguramente porque entraña una mayor complejidad en los ensayos que no se quiso asumir. Lo que sí se pudo apreciar es una versión bastante equilibrada, bien concertada y con un uso de recursos estilísticos muy claros. Siguiendo en el aspecto musical destacar la actuación de la OSCO, haciendo mención, en este caso, a una de las secciones que no siempre se comentan, sobre todo porque su participación suele ser puntual, de refuerzo auditivo en los finales de frase, dotando de una mayor cuerpo sonoro al conjunto; nos referimos al viento metal, y más concretamente en este caso, a las trompas, con una interpretación llamativa, por lo cuidada. En resumen, nos encontramos con una gran versión del Tancredi ; con una estupenda versión musical que ha dejado momentos ciertamente espléndidos, como el concertante final del primer acto, que contribuyen, por segunda vez en la presente temporada, a secundar la opinión de que la ópera de Oviedo es, sin duda, de primera.
LNE Cuando años atrás, de la mano de Alberto Zedda, la Asociación Asturiana de Amigos de la Ópera (AO) comenzó a romper el «cerco» rossiniano de la Temporada de Ópera de Oviedo mostrando el genio del compositor de Pesaro en todo su esplendor, más allá de «El barbero de Sevilla», no había demasiados confiados en que este camino tuviese fortuna. Pero la realidad es tozuda y se ha demostrado, una vez más, ante la primera audición de «Tancredi» en el Campoamor, que el valor supremo que defiende el público asturiano es el de la calidad. Si el espectáculo que está sobre las tablas funciona, poco importa que se haya programado treinta veces o ninguna. Y, en este sentido, el salto hacia arriba rossiniano está siendo espectacular en la consecución de niveles de excelencia relevantes que emanan del discurso musical y del acierto en la elección de repartos perfectamente adecuados y que, en su integridad, mantienen estrecha vinculación con la cima de la interpretación rossiniana que es el Festival de Pesaro.
La veneración al autor de Pesaro es histórica en buen número de aficionados, pero el avance de las últimas décadas es inaudito porque está redescubriendo un autor de modernidad absoluta, un genio lírico único, de enorme preeminencia y avanzado a su tiempo sobre todo en un aspecto que el maestro Zedda no se cansa nunca de explicar. Rossini crea un mundo en el que, si no se profundiza, todo parece absurdo. Pero si el acercamiento es intelectual, todo acaba por encajar porque el compositor busca y exige un intérprete y un espectador inteligentes y activos que sepan entender un discurso musical sofisticado, de enorme carga de profundidad que, más allá de una mera exhibición virtuosística, sea capaz de lograr expresividad y dramaturgia de una intensidad y densidad pasmosas. Esto es lo difícil y fracasa si no existe un concepto unitario, de conjunto, en cualquier reparto rossiniano cuya ambición y meta apunte a lo más alto.
Y ésta ha sido la suerte de Oviedo, del Campoamor, al contar con el magisterio de Zedda en sucesivas comparecencias. El director de orquesta milanés es la gran referencia de nuestro tiempo en Rossini. Lo es tras décadas de trabajo continuas, de investigación musicológica y convencimiento de que el gran Rossini, el Rossini serio o dramático, estaba por descubrir y merecía compartir carteles de las temporadas en igualdad de condiciones a otros compositores con mayor número de títulos en repertorio.
La experiencia de Zedda es llave de calidad porque garantiza un trabajo específico de la orquesta y que esa «respiración» rossiniana se contagie del foso a la escena como un trabajo de conjunto y no una mera yuxtaposición de divos pisándose los talones para ver quién consigue mayores aplausos. Y de este modo resplandece el discurso musical de Rossini de forma apabullante, su inmensa grandeza en la cual el canto es un vehículo de emoción que transmite un ideal de belleza, el mensaje ético que el compositor nos ofrece.
Creo que con «Tancredi» se ha subido musicalmente un peldaño muy relevante en Oviedo, en relación con anteriores convocatorias. Zedda se encontró, en este sentido, con mimbres más ajustados para llevar a cabo la versión de final trágico, el escrito para Ferrara -existe otra con un cierre feliz- que también tiene alguna que otra diferencia en el desarrollo de la obra. La Sinfónica «Ciudad de Oviedo» evidenció avance, una ductilidad plasmada en una articulación polivalente y flexible, muy a tener en cuenta ante una visión como la que Zedda aporta en la que ya insinúa el halo romántico de Rossini, con tempi morosos que conviven con la mayor viveza de determinadas arias y «cabalettas», aunque esto también puede llevar a alguna inestabilidad al cantante, sobre todo en los tempi de mayor lentitud en los que los intérpretes pueden fatigarse. La exigencia de Zedda es clara e implica a todos. De ahí la relevante aportación de las voces masculinas del fabuloso Coro de la Generalitat Valenciana, pese a un par de desencuadres puntuales, toda una lección de cómo se debe abordar coralmente esa obra, muy acertada de concepto. Realmente delicioso.
Con el soporte básico de un coro y orquesta bien definidos -no se puede dejar de obviar la fenomenal intervención de la clavecinista Ludmila Orlova en los recitativos- el reparto tenía la obligación de estar a gran altura y no falló en ningún momento. Estaba previsto que Argirio fuese interpretado por Raúl Giménez pero una indisposición del tenor lo impidió. En su lugar debutó, por fin, en el Campoamor, Gregory Kunde -justo diez años después de que tuviese que cancelar, también por enfermedad, su participación en «La fille du régiment»-. El tenor norteamericano es un rossiniano de fuste, con emisión controlada que va al agudo con limpieza y carácter y, además, construye una interpretación en la que también la expresividad cuenta sin llegar a caer, en ningún momento, en el alarde fácil y gratuito. Su voz es la precisa para los requerimientos de un rol que exige desde un enfoque que no es precisamente el del lucimiento. Su madurez vocal convierte sus intervenciones en muestras de buen hacer. Éste es también el fértil camino por el que transita Daniela Barcellona. Nos deslumbró su opulencia vocal en «La italiana» y ahora regresa con un carácter más reposado exhibiendo una firmeza en el canto de enorme belleza y transparencia. Es Barcellona una mezzo indispensable y tiene una autoridad en este ámbito que no admite discusión. En estos años ha ganado en presencia escénica, controlando su vocalidad, adaptándola a los requerimientos del rol y proporcionando momentos de un esplendor increíble a lo largo de toda la representación, aunque quisiera poner el acento en la heroica despedida del final, desde «Quel pianto» a la «cavatina» «Amenaide serbami tua fe», exponente perfecto de la calidad de Barcellona.
Carácter asturiano tuvo uno de los personajes clave: Orbazzano. Es un personaje desagradecido al que cuesta mucho sacar al primer plano. Pues David Menéndez lo consiguió de forma absoluta. Es increíble su paulatino avance, la calidad que demuestra y la firmeza con la que se está ubicando. Sin duda está llamado a grandes metas; primero, porque en él se aprecia seriedad y claridad de criterio, y segundo, porque su calidad vocal se mueve ya a un nivel alto. También merece reseñarse el gran trabajo de Susana Cordón como Roggiero y, aunque un tanto más ajustada de medios, de Annamaria Popescu en el papel de Isaura.
Comentario aparte merece la esplendente Amenaide de Mariola Cantarero. La soprano deslumbró en su debut en el Campoamor y dio una lección de cómo se hace el belcanto de Rossini. En ella está interiorizada toda la técnica del maestro de Pesaro. Brillan en Amenaide en todo su esplendor las calidades y cualidades vocales de la Cantarero. Su potencia en la zona alta, la belleza del centro y la firmeza de los graves. Estas características las complementa con una enorme capacidad de transmisión que imantó a un público que la esperaba con expectación y ya la ha hecho suya. El rigor con el que la Cantarero emplea las herramientas belcantistas es la mejor garantía de una carrera que empieza y que apunta a lo más alto. Sólo espero que sigamos contando con su presencia en sucesivas ediciones de la temporada.
Sólo un elemento contribuyó a lastrar la gran velada rossiniana vivida en el Campoamor. La producción del Teatro Verdi de Trieste firmada en su integridad por Massimo Gasparon -dirección de escena, diseño de escenografía y vestuario- no estuvo a la altura e incluso lastró, sobre todo en el último tramo, el discurso musical. No es, desde luego, un acercamiento casposo. Ni mucho menos. Se perciben medios y en ella hay ideas interesantes pero torpemente desarrolladas. Desde mi punto de vista su mayor error está en el concepto antiguo y sin el más mínimo riesgo. No puedo entender cómo un artista joven -tan vinculado a Pier Luigi Pizzi- no sea capaz de aportar otro tipo de visión de esta obra. La frágil concepción de escenas clave como todo el decepcionante cuadro final o los tópicos movimientos del coro son buenos ejemplos de un trabajo que no está bien rematado. Hay en Gasparon la búsqueda de una idea clasicista, de una estética luminosa que se va apagando, según el drama avanza, que es apreciable, pero todo se percibe demasiado vacío, sin aportaciones. Una dramaturgia de entidad no se consigue por muchos frisos que se instalen, por mucho capitel corintio que enmarque la acción cuando luego, la llegada del moribundo Tancredi produce perplejidad con esos penachos ridículos -más apropiados para un género tan español como es la revista que para una tragedia- de los soldados. Y frente a escenas bien concebidas en el primer acto, en algunos de los dúos, se contrapone el absurdo «horror vacui» del final que atiborra la escena sin sentido. Y es que esa «romanidad» kitsch sólo funcionaría en el caso de que hubiese un mayor peso en la idea dramática que, en el caso que nos ocupa, se quedó a medias porque ni asistimos a una representación historicista ni más agresiva. Y cuando un creador quiere contentar a todos acaba dejando insatisfecha a la mayoría como se apreció en los discretos aplausos con que fue recibido el equipo escénico. Aunque, al menos, quedó el consuelo de que, en este caso, el discurso musical pudo con todo y tapó carencias de otros ámbitos. O sea, que Rossini también gusta cuando se pone serio.
_________________ ...la scena a' miei tempi era altra cosa.
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