Yo de pequeño estudié violín. Digo estudié y no digo toqué, porque tocar es otra cosa. Mi madre había aprendido violín de joven, teníamos un violín en casa, y en esa época, cuando yo era niño, lo que se tenía, se aprovechaba.
En casa se decidió que los hermanos tendríamos algo de formación musical. Mi hermano mayor, que pudo elegir, escogió guitarra por eso del ligar (como todos los que aprenden guitarra), y cuenta que le funcionó. Siempre tocaba y cantaba lo mismo con los cuatro acordes que aprendió. Mi hermana mayor, que pudo elegir, escogió piano, que también teníamos uno, y hay que reconocer que el piano es muy generoso y con poco aprendizaje, el lucimiento en festejos familiares es posible.
A mí no me dieron opción, alguien tenía que aprovechar el violín. Estudié desde los 8 hasta los 12 años. Lo dejé harto, ya que es un instrumento muy desagradecido, en el que hay que estudiar y practicar mucho para sacarle partido y además me perdía los dibujos animados de moda y en el recreo no podía jugar a los autos locos porque no sabía quién era Pierre Nodoyuna. El último año que estudié, me escaqueé todo lo que pude con lo que los resultados fueron mediocres. Recuerdo que los lunes por la tarde, me escapaba del conservatorio para ver Estudio Estadio en las televisiones del escaparate de una tienda de electrodomésticos, ya cerrada a esas horas, pero con las televisiones emitiendo, que se encontraba en la calle Mayor de mi ciudad natal.
No conseguí sacarle mucho más sonido al violín que un ñigo-ñigo y un ñago-ñago, ahora con una cuerda, ahora con dos cuerdas y marcando los tiempos del arco. Sin embargo, cuando venían amigas de mi madre a casa, después de consumir sus cocacolas, fantas, mirindas o sus bitteres kases acompañados de aceitunas con hueso y almendras, mi madre proponía: “¿queréis que el niño toque el violín?”. “Claro” respondían, y entonces yo salía todo valiente e interpretaba, si a eso se le podía llamar interpretar, el vals de la viuda alegre, que era la pieza que tenía mejor preparada para lucimiento público. Al terminar, tras alabanzas y elogios unánimes, recibía algún pellizco en el moflete y algún ¡pero que mayor que te estás haciendo!, a la vez que me retiraba esperando ansiosamente a que se fueran lo antes posible para atacar, con mis hermanos, los culines de las bebidas que se habían quedado sin consumir, y si había suerte, hasta alguna almendra. Eran otros tiempos.
Por eso, y porque soy un nostálgico, le tengo mucho cariño a la opereta de Lehar.
En Zúrich se han tomado en serio, estos últimos años, el firme propósito de programar muchas operetas, con nuevas producciones onerosas y cantantes de primer nivel. Por ejemplo, este año han programado Barkouf de Offenbach, Das Land des Lächelns de Lehar con Beczala, Die Csárdásfürstin de Kalman y Die Lustige Witwe, también de Lehar, además de Sweeney Todd con Bryn Terfel, que es un musical y no una opereta, pero lo asimilo.
Para la nueva producción de La viuda alegre de Lehar han contado con Barrie Kosky, Michael Volle, Marlis Petersen y Martin Winkler, entre otros. Un lujo.
La Lustige Witwe de Zúrich me pareció extraordinaria. En recientes declaraciones, Michael Volle, cuando le preguntaron sobre qué obtienes a cambio de una entrada dijo, “Tres horas de entretenimiento de primera categoría con 150% de emoción, intensidad y estimulación diafragmática”. Acredito.
El Sold Out que me encontré estaba completamente justificado. Empezando con el excelente trabajo de Barrie Kosky. Kosky tiene una gran experiencia produciendo operetas en la Komische, y ha demostrado que es capaz de sacar oro e interés donde no lo hay. Pues contando con presupuesto, la inspiradísima música de Lehar y los grandes diálogos de Victor León y Leo Stern, el resultado es soberbio. Y con cuatro cosas, un piano, una cortina, unas lámparas y un escenario giratorio, consigue divertir, asombrar y emocionar. Pero son cuatro cosas (las que están en el escenario) a las que hay que añadir la iluminación, el vestuario, la coreografía y sobre todo la enorme, tremenda dirección de actores en una obra en que la interpretación, excelente, con numerosos diálogos hablados, es crucial.
Vayamos por partes. La iluminación de Klaus Grünberg juega un papel fundamental tanto en los momentos locos de bailes que tanto gustan y tan bien resuelve Kosky, como en los momentos íntimos, que en esta producción son importantísimos. La iluminación refuerza lo que se ve y se oye y su intención se proyecta sobre la audiencia.
El vestuario de Gianluca Falaschi, como todo, muy pensado. Pasa del blanco y negro del primer acto, a añadir algunos verdes en el segundo, y por último a un derroche de colores en el tercero con desfile del Carnaval de Tenerife incluido. Emotivo el guiño de Glawari/Petersen a Marlen Dietrich.
¿Y qué decir de la coreografía de Kim Duddy? Bailan todos, los bailarines, el coro y los cantantes con esos momentos locos tan koskynianos. Además, la obra es de fácil lucimiento, con escenas como el can-can o el agradecidísimo septeto, por ejemplo.
Y lo mejor, la trabajadísima y acertadísima dirección de actores, con infinidad de detalles, muchísimo trabajo y momentos hilarantes o dramáticos excelentemente resueltos. Todo ello formó un cocktail que saboreé con mucho gusto.
No haré spoiler, pero Kosky se inventó un comienzo y un final con Hanna Glawari sola en un piano muy íntimos, que suman (no como otros) y cierran la opereta dejando emocionado hasta al suizo más rancio.
¿Se nota que me gustó?
La orquesta la dirigió el jovencísimo imberbe Patrick Hahn, y vale, Lehar no es Richard Strauss, pero le imprimió el ritmo preciso y la delicadeza necesaria a la Philharmonia zuriquesa. Él controlo el tempo y el volumen y la orquesta hizo el resto.
El coro, soberbio. Casi no cabían en la pequeña caja escénica de Zúrich, y como el teatro es de dimensiones reducidas, el público estábamos inmersos en los sonidos que emitían envolviéndonos completamente.
Vamos a por los intérpretes:
Hanna Glawari fue Marlis Petersen, que para mí siempre será Marietta en Di tote Stadt. Su voz tiene poco cuerpo y a menudo pecó de exceso de grititos. Sólo brilló vocalmente en el aria de Vilja donde desplegó un hermoso lirismo. Al día siguiente leí en la prensa local que andaba recuperándose de un resfriado. Si es así, se le notó en la voz, mas no en los bailes. Actuó de forma soberbia. Como es delgada y enjuta, y además se mueve bien, se desenvolvió en el baile de forma sorprendente y sin afectarle al fiato. Y su interpretación estuvo cargada de trabajo, transmisión y emoción. En el final inventado por Kosky, triste y emocionantísimo, casi me rompo.
El conde Danilo fue el enorme, en todos los sentidos, Michael Volle. Espléndido. Llena el escenario con una gran una presencia física y vocal. Desde el comienzo, con el aria de Maxims, ya se ve quién manda en plaza. Vozarrón. El problema viene cuando le hacen bailar en exceso y ahí, con ese corpachón, se queda sin resuello (yo también me quedaría). Cuando lo recupera, vuelve a lo que es, un Graf Danilo convincente, crápula y enamorado.
El Barón Mirko Zata de Martin Winkler también fue extraordinario. ¡Que pedazo de cantante y que pedazo de actor!, ¡Qué bis cómica! Lleva gran parte del peso argumental sobre sus hombros. Impecable.
Valencienne fue una muy buena Katharina Konradi. Muy segura y de voz rotunda y bella en unos agudos bien mantenidos y timbrados. Mejor voz que Petersen y absolutamente convincente en el desarrollo del libreto. Y es que, en una opereta, como en una zarzuela, también hay que saber actuar y declamar cuando la música se acaba y da paso al teatro.
Camille de Rosillon fue un flojísimo Andrew Owens. Casi diría un desastre, abriendo las notas perdiendo color, calando los agudos y además el timbre aparte de blanquecino, también feote. Sólo salvaba algo el color cuando falseteaba. No digo más. Bueno si, también bailó.
Coprimarios excelentes, para sustituir a Owens hasta los que sólo tienen papeles hablados.
Volviendo a las declaraciones de Volle, tres horas de gran música y teatro, que nos llevan a la máxima diversión no exenta de emoción ¿Qué más se puede pedir?
Saludos
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