Después de un Maese Pedro con una gran puesta en escena de las marionetas de Enrique Lanz, de un Pan y Toros, el del teatro de la Zarzuela ya conocido, el de Echanove y de un concierto de Gerald Finley, todo ello en Valencia, por fin venzo la falta de ganas y escribo unas palabras sobre el Don Carlo scaligero y ambrosiano que la fortuna me ha permitido ver y oír.
Yo, fuera de mi pueblo, normalmente, si asisto a la ópera es porque el trabajo me lleva a algún lugar en el que se representa. Y en vez de dedicarme a hacer maldades después del trabajo, me dedico a, si la autoridad y el tiempo lo permiten, disfrutar de mi afición favorita. Y el trabajo me va llevando, según la época, a distintos destinos.
Estuve varios años viajando a Estados Unidos con cierta frecuencia, y ahí asistí al Met y a la Lyric cuando pude. Últimamente, mis destinos laborales operísticos más frecuentes son Berlín y Zúrich, y, francamente, creo que soy un afortunado. Además, he contado con la suerte de librarme del Met actual, que en la deriva woke en que lo ha metido Peter Gelb, se me antoja un teatro más pesado que la selección española de fútbol femenino.
Ha habido temporadas en las que he frecuentado distintos destinos, pero nunca he tenido la fortuna de tener como destino frecuente ni la pérfida Albión, ni la bella Italia y eso me pena. Por eso, este viaje a Milán, y en diciembre, me hacía especial ilusión.
Conseguir una entrada en la Scala con la representación de la Prima, aunque no fuera para el día 7, costó mucho más de lo que me imaginaba, buceando por los rincones más oscuros de la reventa de entradas milanesas. Pero la conseguí. No tuve himno, no tuve famosos (por cierto, que patético y ridículo estuvo Pedro Almodóvar en la entrevista de la RAI, y es que cuando se quiere ser el perejil en todas las salsas…), pero tuve a Verdi, y eso es lo que buscaba.
El maestro Chailly escogió la versión milanesa de 1884, al igual que hizo Riccardo Muti con anterioridad y con Pavarotti, y a mí no me hizo falta más, que al contrario que Pedro, yo sí que había visto (varias veces) antes Don Carlo. Don Carlo es un operón de narices, una obra maestra absoluta, y no necesita presentación.
Esta ocasión tuvo la particularidad de que pude ver el San Ambrosio retransmitido por la RAI, y fui con una idea clara y preconcebida de lo que iba a ver. Sin embargo, el directo es el directo y las impresiones que se sienten provocan una visión, a veces, completamente distinta. Fue de esas noches de disfrute máximo, a pesar de los pesares, de las que se sale aturdido y encantado por partes iguales, de las que se va, camino del lugar de reposo, tatareando las melodías escuchadas y se llega dichoso y feliz.
La puesta en escena de Lluis Pasqual, aunque en el estreno se llevó algún abucheo (se lo llevan todos, viene en el sueldo), en directo, me gustó mucho más que por la tele. Es lujosa, exuberante, cercana a Visconti o Zeffirelli. Clásica, sin estridencias, inspirada, según él, en las pinturas de Velázquez, con vestuario también lujoso y muy trabajado de Franca Squarciapino, donde abunda el negro y con único elemento rompedor a la vez que integrador, es un cilindro gigante de alabastro que va girando, desarmándose y tomando distintas formas, posiciones e iluminación en función de lo que se desarrolle. A él se le unen unas rejas de forja o unas escaleras o un retablo o lo que sea, conformando una escena, de Daniel Bianco, a veces espectacular y siempre pensada y onerosa. Ha debido de salir muy caro todo, pues no se escatiman recursos para la Prima.
Oscura y tenebrosa, da la impresión de poco arriesgada, de no querer fallar en una Prima de la Scala. Los cantantes siempre cantan cómodamente, en el centro y mirando al público, cosa que se agradece en lo acústico, pero que supone el mayor reparo que le pondría y es que no interactúan lo suficiente, a veces parece que no estén juntos, que sea un concierto con vestuario y esta falta de dirección de actores la convierte en estática y poco fluida. En cualquier caso, me encantó y el que se acerque a ella que no espere visiones paralelas, solución de traumas familiares del regista, lecturas inspiradas en pajas mentales, felaciones, masturbaciones y más ideas completamente necesarias para que la sociedad se modernice y avance. No, no es el caso. Con esta lectura Pasqual no ha intentado que seamos todos mejores, no se ha plegado a las nuevas religiones imperantes. Es como ir de nuevo al museo del Prado (antes de que lo desmantelen). No le han pintado bigotes a la Gioconda.
La orquesta milanesa es fantástica y en manos de Riccardo Chailly pocas veces defrauda. Me sonó opulenta, brillante. Densa en la grandeza y matizada en la quietud. Y el maestro mandando. Otros, más doctos que yo, le encontrarán defectos. Yo no se los encontré. Y disfruté de los tempos, y me sorprendí con los silencios ¡Que silencios! Que difíciles jugar con los silencios, cargando de tensión la espera a que la música arranque. Me encantó.
El coro de la Scala también es fabuloso, llenando el cuadro del auto de fe de estremecimiento ante la exuberancia.
Felipe II, es, para mí, el personaje principal de la obra, el mejor descrito por Verdi, el más complejo y rico en matices. En un principio lo iba a interpretar Rene Pape, que fue despedido fulminantemente por Chailly tras un ensayo, se pensó en Abdrazakov pero fue sustituido finalmente por Michele Pertusi. Pertusi compone un Filippo muy humano y doliente, más persona que tirano y vocalmente muy lírico. Comenzó con voz desgastada y algo trémula por exceso de vibrato, y por ahí iba deambulando hasta que llegó lo mejor de la ópera, la primera escena del tercer acto. Pertusi se lució cuando tocaba, en el Ella giammnai m’amó y en el dúo con el Gran Inquisidor. Cargó el momento de humanidad y de emoción, de todas las contradicciones de un rey que sufre y compuso una escena gloriosa. Con eso ya se llevó el gato al agua. Y con el gato, a mí.
Elisabetta es, probablemente el segundo personaje mejor descrito de la obra, y fue Anna Netrebko, que como la han cancelado en el Met, se prodiga mucho más por la vieja y decadente Europa. Puede que no sea la voz canónica para el papel, pero Annita es muy lista y tiene un pedazo de voz. No ha perdido el magnetismo y una fuerza natural que sale de su garganta, que llena el escenario, vence y convence. Aunque el día anterior se había pasado por el San Carlo de Nápoles para ver a su Yusif que estaba por ahí cantando Turandot con Sondra, volvió sin haber perdido un ápice de energía. Desplegó su paleta de colores, con filados cubiertos que pasan del brillo al mate y después otra vez al brillo y recorren la sala sin dificultad, con esa voz que oscurece y aclara cuando quiere, con graves rotundos y agudos rutilantes y un dominio de la escena insultante. Esplendida al despedirse de su dama de compañía tras ser humillada por el rey, pero cuando echó el teatro abajo y el público se la hubiera comido, fue en el Tu che la vanitâ donde desplegó todos sus recursos para componer un instante mágico.
Rodrigo es ese tipo un poco brasas, que parece que es buena gente y que quiere ayudar a Don Carlo, pero que en realidad va a vender su libro, que es dar la turra con Flandes. La amistad se la pasa por el forro, y después de cantar a dúo con Carlos, el que coleguitas somos y cuanto nos queremos, cuando Carlos va y le dice que se ha enamorado de la reina, en vez de decir ¡que carallo, te ayudo!, u, ¡olvídate de ella!, lo que le contesta, es si, vale, pero ¿cómo va lo de Flandes? Vamos, a su puta bola, como todo el mundo. Fue Luca Salsi, otro especialista en San Ambrosios, aunque no tanto como Meli. Es cumplidor sin echar cohetes. No se come al personaje, no hace una interpretación memorable, pero yo no colocaría al mismo nivel que a Meli, que eso es ensañarse demasiado con él. Hace lo que puede con los medios que Dios y la técnica aprendida, le han dado y saca el papel sin pena ni gloria. Una soprano de primer nivel, hablando de Macbeth, me lo defendió mucho por su italianidad, pero claro, lo hizo comparándolo con otros, en concreto me lo comparaba con Gagnidze. Así cualquiera.
Don Carlo es un personaje incompleto en el que Verdi no se esmeró, que no se sabe si va o viene, que es un poco tonto que anda enredando sin talento. Lo interpretó Francesco Meli, es favorito de Hizan06, que lleva ya 6 San Ambrosios, aunque nadie lo entiende.
Desafina casi de forma continua, calando agudos cuando no le salen destimbrados. Se ahoga de vez en cuando y roza lo irrisorio cuando canta con según quién. Pero ahí está, más chulo que un ocho, pasando de Prima en Prima. ¿Será primo de alguien? ¿O amante bandido? Ahí lo dejo.
La princesa de Eboli es un personaje histórico apasionante al que Santa Teresa tuvo que tratar con dureza para que no se le subiera a las faldas, y lo interpretó Elina Garanca. Elina es divina, y aunque parezca mentira, utilizando el método comparado, era su primer San Ambrosio. Es guapa, culta, inteligente, canta como nadie y además adora España y la Zarzuela. Con estas premisas, puede hacer lo que quiera que la adoraré, pero es que encima está sublime. El papel de Eboli tiene dos partes completamente diferenciadas, para dos cantantes distintas, la canzone del velo, puro belcantismo, para una mezzo ligera, y el O don fatale, de arrojo e intenso y para una mezzo dramática. Elina, que tiene una voz lírica tirando a la ligereza, se adapta y lleva el personaje a su terreno, llegando a su momento cumbre en el O don fatale, en el que, con sus medios, vence y convence y el teatro se viene abajo. La interpretación tiene, eso sí, un fallo imperdonable, ¿Y el parche en el ojo, Lluis?
El gran inquisidor, que debería de haber sido Ain Anger, canceló y fue Jongmin Park. La principal característica del gran inquisidor es que tiene que acojonar, tanto como actor como por voz. Park tiene esa voz de bajo profundo cargada de armónicos que cumple la premisa necesaria, aunque en algún grave abisal puede perder timbre y sonar inaudible. La italianidad, siendo chino (para mí los coreanos, filipinos, tailandeses, etc.. también son xinos) es la justa, pero se lo perdono.
No quiero dejar de hablar de nuestra Rosalía Cid, la voz del cielo, que es la segunda cantante española, después de Saioa, que canta en un San Ambrosio. Enhorabuena.
En fin, aunque es la obra más larga de Verdi, se me pasó en un suspiro, salí tatareando las distintas melodías, como si viniera de la zarzuela, y me dirigí al hotel, bajo el frío Milanés, envuelto aún en la nebulosa en que te dejan la música y la emoción, cruzando por delante de esa otra obra maestra de la civilización occidental que es la catedral de Milán.
Y se me pasó un pensamiento no buscado, de esos que se vienen a la mente sin una intención previa, como el 90% de los que tenemos. ¡Que tonta es la estúpida vieja Europa!, que está poniendo en riesgo su historia, su tradición y su cultura, incluyendo, estos dos monumentos, Don Carlo y el Duomo. Por vaga, por indolente y por no rebelarse contra unos bastardos manipuladores, que conociendo nuestras flaquezas juegan a la ingeniería social cambiando sociedades y voluntades, convirtiendo lo malo en bueno y lo bueno en malo.
Enseguida se me pasó, lamentablemente.
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