Algunas tardes la vida, te da un respiro.
Algunas tardes la vida, te da un regalo.
Algunas tardes la vida, te pone en pausa.
En estos saltos interválicos en los que me he movido esta última semana, pasando de Bernstein a Händel, he acabado en Rossini, el Rossini bufo, el Rossini de la alegría de vivir, el Rossini que todo lo puede. El martes pasado, por mi Zúrich de mis entretelas, pasó un halo de optimismo, y una luz de confianza se filtró entre la oscuridad, e iluminó la noche por dentro y por fuera. Y en esos instantes, la vida es bella, y la felicidad existe. La gente sale del teatro alegre, con una mueca parecida a una sonrisa que embellece a quien la lleva.
En Zúrich, esa ciudad que tiene más tranvías que personas, se ha representado una maravillosa Italiana en Argel, con excelentes intérpretes, y muy bien hecha. Un oasis de divertimento máximo. Yo había planificado una Macbeth Netrebka que se canceló por razones de estado, y acabe en una Italiana bartoliana. Y vaya, me alegro.
Netrebko canceló porque Suiza ha perdido su neutralidad, cosa que no hizo ni con los nazis (aunque en aquel entonces, si la perdía, Hitler hubiera plantado en la Grossmünsterplatz en un par de horas).
Y andan con una gran controversia sobre si se debe perder la neutralidad o no, si se ha actuado correctamente, o no. Por un lado, están los que opinan que siempre es bueno que existan países con la solvencia de Suiza, neutrales. Que en algún lugar habrá negociar, que esto alguna vez se tendrá que acabar y, si no queremos que se vaya todo al carajo, habrá que buscar una salida. Y, por otra parte, están los que ven que la actitud de Putin es despreciable y que no se pueden tolerar las agresiones a los derechos humanos. Que por algo la bandera de la cruz roja es la de Suiza al revés. Y entre reloj, y reloj, lo van comentando, siempre en voz baja, nunca gritando, siempre con educación y mesura.
Bueno, pues a cambio de la Netrebko, me vi a la Bartoli en su salsa, con su orquesta, La Scintilla, y sus amigos, algunos, y en su música. Buen plan. Hace tres años, disfruté de prácticamente lo mismo. Fue Le Comte Ory, también con la La Scintilla, también con puesta en escena de Moshe Leiser y Patrice Caurier y también con la Bartoli, con Brownlee y con Olvera. Y es que el envoltorio, vaya si funciona. Pura delicia, pura diversión.
La puesta en escena de Moshe Leiser y Patrice Caurier es extraordinaria. Con una dirección de actores trabajadísima sobre la que pendula todo. Colorista, detallista y muy divertida. Ritmo, sorpresas, desmesura. Buenísima. Hay camellos, barcos, futbolistas italianos comiendo espaguetis, la Bartoli en una bañera dándose un baño de espuma. Los turcos son unos peristas de electrodomésticos con Mustafá de capo. Lindoro es un rasta aficionado a los cigarrillos de la risa. Es todo divertimento desmedido, excesivo, descomunal. Se estrenó en Salzburgo con Cecilia, Rocha, Adbarazakov, Olvera y hay DVD para comprobarlo.
La orquesta, la Scintilla, creada por Nikolaus Harnoncourt hace unos veinte años y que es una reducción de la Philharmonia, está especializada en dos cosas: en barroco y clasicismo, y en acompañar a Cecilia, y las dos la hacen francamente bien. Ahí, anduvieron, ellos mismos, dirigidos por Gianluca Capuano, dando una lección de pulso rossiniano. Crescendos, agilidades, tempos trepidantes y alegría contagiosa con un sonido brillante. Muy bien.
Cecilia Bartoli de Isabella, a mí, me vence. Tiene una voz pequeña, y en un momento me pareció desgastada con un vibrato algo descontrolado y notas blanquecinas. Pero es la reina de la pirotecnia. Cuando se empeña y se pone a hacer carotas, lo borda. Además, es muy simpática, tiene una importante vis cómica y se atreve con cualquier reto del regista, por ejemplo, a comer cantando. Es maravillosa. Aparece montada en un camello gigante, y el público, como en el Met, rompe en aplausos de recibimiento en un atrevimiento inaudito entre los Alpes. Bartoli es muy querida en Zúrich, la consideran local y juega en casa.
Ildar Abdrazakov es un Mustafá de altura y tamaño. Su voz es rocosa, de largo la de mayor volumen de la noche. Agradable, bien timbrada y bien emitida. Le falta quizás algo de italianitá, y su voz, en las agilidades, parece demasiado pesada para bordarlas. Como actor, excelente. Se pasa media ópera en calzoncillos con un barrigón descomunal postizo. Y está gracioso, a la vez que canta con criterio. Muy bien, y no conocía su faceta cómica. Con esta ópera debuta en la Opera de Zúrich. Cantó mi función y al día siguiente, hizo de Banco sustituto en Macbeth, para volver a Mustafá a continuación, con tres funciones en tres días, en un derroche de energía, en una clara explotación capitalista. Es ruso y no lo vetan. Será por lo del pluriempleo.
Lindoro fue Lawrence Brownlee. Ya se le conoce, no tiene ni el color ni la luz de JDF, su volumen es pequeño, pero canta en puro estilo rossiniano, ágil en la coloratura y seguro en los agudos. Es también muy gracioso en la interpretación y este tipo de papeles se le adaptan como un guante.
Taddeo fue un Nicola Alaimo que ha vaciado la estantería de bollicaos y ahora se está mirando la de las panteras rosas y los tigretones. Este sí que tiene volumen, y en exceso. Pero no del canoro, sino del fluido desalojado al sumergirse en una bañera, por lo que, según Arquímedes, el empuje que sufre hacia arriba, es brutal.
Rebeca Olvera fue Elvira. A mí me encanta la simpática mejicana del Ensemble zuriqués. La he visto ya 5 veces y siempre me viene a la cabeza una palabra, pizpireta. Su agudo es vibrante y un poco engolado, su voz es bella, y en estos papeles ligeros, llena el escenario y no desentona ante ninguna figura rutilante y/o máster del universo exterior.
Y tanto el coro, como una serie de figurantes, acabaron de redondear una función graciosísima, donde la comedia desmedida a ritmo trepidante, primó sobre todo lo demás, pero donde la música le acompañó a gran altura.
Y como terminó a las 11 de la noche, ya no quedaba nada abierto ni para echarme un triste Pretzel en el buche. Menos más que en el hall del hotel tenían una bandeja con manzanas y me cogí una. Tuve, que resarcirme en días venideros. Eso sí, con cartas de vinos en las que ninguno baja de 100 euros (hasta en un restaurante italiano). Es lo que hay. Es lo que tiene ser la ciudad más cara del mundo.
Ya lo dice un amigo mío, en Suiza, vete siempre a lo bueno. Lo malo, es carísimo, y lo bueno, sólo algo más. Pues no pierdas el tiempo.
Saludos
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