El día 11 de marzo de 2020 vi una excelente Arabella en la preciosa mas incomodísima ópera de Zúrich. El día 12 de marzo de 2020 me canceló Juan Diego Flórez su Bohème, que no parece que tenga intención de repetir, en la preciosa mas incomodísima ópera de Zúrich (el dinero de la entrada, me lo devolvieron inmediatamente). El día 13 de marzo de 2020 volé de Suiza a España algo acongojado por las noticias galopantemente alarmantes. El día 14 de marzo de 2020 Pedro Sánchez decretó el primer estado de Alarma e ilegalmente nos confinó.
Eso ya es historia. Parte de la historia colectiva más triste que me ha tocado vivir. La floja memoria general hará que todo se olvide y perdonemos a los que ni siquiera nos piden perdón. No sé si soy un cafre o un pesimista, pero tengo la sensación de que aun hemos de vivir nuevas situaciones tan o más penosas.
Ayer volví a la preciosa mas incomodísima ópera de Zúrich, para ver un Trovatore, ópera que ya llevaba un tiempo apeteciéndome. Y es que el hermano pobre de la trilogía popular, que se representa la mitad de veces que el Rigoletto y una cuarta parte que la Traviata, es una maravilla inabarcable, y a veces el alma necesita alimento y pide que se le nutra. Y volví a salir con dolor de espalda, pero lleno de música maravillosa, con el espíritu saciado y en paz con la especie humana.
Suiza es de los sitios más aburridos que uno se pueda imaginar. Los suizos, son en principio, arrogantes porque son ricos. Se creen que son ricos porque son más listos, porque les han parido así y porque lo valen. Y no. Lo son por la centralidad que les ha dado la neutralidad y porque sus bancos se han enriquecido con el dinero de origen incierto del resto del mundo mundial (al calvinismo siempre le pareció bien lo de la usura). Bueno, y porque los relojes y los trenes les salen muy bien.
El paisaje es impresionante, majestuoso, pero la comida es cara y mala, y la sosería está instalada en la cultura colectiva. Aún recuerdo una cena de empresa dónde en la tertulia post cena, los españoles montamos una juerguecilla que aquí sería de lo más normal (cánticos regionales, exaltación de la amistad, pérdida de respeto a la autoridad, etc..) y a la que ellos se unieron. Al acabar, el gran jefe se me acercó y me dijo: quiero agradeceros a los españoles la que habéis liado. Si no, hubiera sido la misma mierda de siempre, añadió. Y es que Orson Welles, en El tercer hombre, tenía razón.
Por si fuera poco, los suizos están esperando a que llegue el fin de semana para irse emocionados a hacer hiking o trekking, que es lo que antes se llamaba pasear por el monte, pero con ropa de Decathlon y palos de esquiar. Cierto que en España también está de moda eso de pasear por el monte de moderno, entre la gente de edad madura y guay (casi tanto como ir en bicicleta, eléctrica, obviamente).
Que los suizos hagan eso, rodeados de montañas, como están, es tan ridículo como si nosotros, cuando tuviéramos tiempo libre, nos fuéramos a la playa a torrarnos al sol. Menos mal que eso no nos pasa.
Bueno, al grano, que estoy desvariando.
Un Troubadour se dio en Zúrich, y con muchos y variados estrenos, que lo hacían, a priori, muy interesante. Y tengo que decir que me encantó. Probablemente porque estaba de buen rollo, y, cómo no, por Verdi.
Se estrenaba como Musikalische Leitung el flamante nuevo director artístico de la ópera zoriguesa, Gianandrea Noseda, que venía a sustituir al bueno de Fabio Luisi. Se estrenaba como Manrico el Polaco Piotr Beczala y se estrenaba como Leonora la letona Marina Rebeka.
Se estrenaba también la puesta en escena, en coproducción con el Covent Garden, de Adele Thomas y por lo que había visto y leído sobre ella previamente, iba perfectamente preparado para que no me gustase y mandase a la regista a esparragar. Reconozco que fue extraña, absurda y grotesca, pero funcionó y me gustó. Probablemente porque estaba de buen rollo y contento con la vida.
En el primer y segundo acto, lo grotesco y lo cómico primó sobre lo trágico, sin embargo, en la segunda parte de la ópera, y apoyados en una magnífica iluminación y movimiento de actores, nos zambullimos en una tragedia no exenta de emoción. Adele es una de estas hijas de la Grossbritannien, educadas en Cambridge y que tanto valen cuanto tanto han escenografiado a Shakespeare. El escenario era, invariablemente, una gran escalinata, en la que milagrosamente no se escoñó nadie, que lo mismo valía para el Palacio de la Aljafería, que para los montes de Vizcaya, que para Castellor. Cuatro cartelones infantiles bajaban de tanto en tanto, y nada más. Pobre.
Por ello, la escenografía se fundamentó en la dirección de actores, la coreografía, la iluminación y el vestuario.
La dirección de actores, trabajada y muy apoyada en la coreografía de Emma Woods, consiguió intención y dinamismo.
La iluminación de Frank Evin, fantástica, con efectos adecuados y algún momento mágico como el del Miserere.
Y comentario aparte merece el vestuario de Annemarie Woods, quien ya había hecho un trabajo muy malo en el CavPag de Amsterdam con Regia de Carsen (el Inneggiamo menos emocionante que he visto en mi vida). Vestuario grotesco y absurdo, con colores llamativos dentro de un feísmo reinante. Los gitanos, de animalicos feunos. El ejercito del conde de Luna de caballeros quijotescos con yelmo incluido. Ferrando con garras en los pies. Sólo se salvó a Leonora. Mención especial merece el disfraz, que no atuendo, del Conde de Luna, de osito rosa con corazón en el pecho, como un osito de dibujos animados que anda por ahí, aunque, en este caso el corazón era una Sagrado Corazón.
Pues, a pesar de todo el desacato, me gustó. ¿Me estaré haciendo moderno?.... Noooooo. Estaba con buen ánimo.
La orquesta sonó estupendamente, y Gianandrea fue muy aplaudido, aunque no llegó a los niveles de excelencia que le he escuchado a Luisi en la misma plaza, y la transparencia, la densidad y el empaste conseguido por Don Fabio, aun esta por conseguir. Qué duda cabe, que Noseda tiene oficio y ha de llegar la excelencia. Fue muy aplaudido, quizás más por las expectativas que por el resultado.
La gran triunfadora de la noche fue una enorme Marina Rebeka. Cuando comenzó “Tacea la notte placida”, ya se vio que aquella iba a acabar en faena redonda. Maravillosa y emocionante su “D’amor sull’ali rosee”. Clase, elegancia, belleza en el timbre, proyección, transmisión. Un completo. Extraordinaria.
Piotr Beczala, sin embargo, estuvo apurado toda la noche. Su voz es demasiado ligera para el papel y anduvo forzado en todo momento. No estaba cómodo, no se liberó. ¿Fue un desastre? No. ¿Triunfó? a raíz de la cantidad de aplausos y vítores recibidos (el que más), si. Para mí no. Para él, creo que tampoco.
Su “Ah si, ben mio”, apretado, nada relajado ni natural, con agudos abiertos. Su Pira, efectista. Las picado ligadas, picadas no fueron, ligadas sí. No hizo la repetición, eso sí, terminó con un buen agudo que alargó hasta la ovación. Efectista. A pesar de todo, no lo calificaría de desastre y me gustó, probablemente porque tenía el ánimo amable.
La Azucena de Agnieszka Rehlis, fue excelente. Yo venía con cabreo del doce por la sustitución de Anita Rachvelishvili por su preñez (con lo que me gusta a mi Anita) y es que a Agnieszka Rehlis no la había oído nunca. Ni sabía ni que existía. Pues canta estupendamente, con hermosos graves y rotundos agudos. Su voz es más lírica que tenebrosa, no es la Azucena de Dolora, pero es una excelente cantante que ha de darnos muchas y buenas alegrías.
El conde de Luna fue Quinn Kelsey. El Orco (como le llama Rubini) hawaiano, es más feo que la madre que lo parió. Ahí lo tuvo fácil Leonora para elegir. Y su voz es ruda y poco elegante. Sin embargo, su “Il balen del suo sorriso”, fue apreciable y hasta reguló con algo de gusto. Vale, su timbre no es lo que diríamos bonito, pero tiene presencia y volumen y no hay muchos barítonos que lo superen en el panorama actual para ponernos exquisitos (sólo 10 o 12).
Ferrando fue un buen Robert Pomakov, que también se estrenaba en el papel, pero eso, no le importa a nadie.
En fin, una obra maestra absoluta de la civilización occidental (que va dando sus coletazos antes de desaparecer), bien o muy bien interpretada, que me dejó una sonrisa en la boca y una sensación de tranquilidad de espíritu, a pesar del dolor de espalda por la incomodísima butaca.
Y es que yo, el martes, me encontraba, extraña e inexplicablemente, en paz con el universo.
Al salir a cenar, en el restaurante, me quisieron cobrar 100 euros por un Cariñena. En fin, así es Suiza.
Saludos
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