A menudo las óperas cobran vida propia y se agrupan de dos en dos o buscan pareja o se aparean como si de avutarda en Tierra de Campos fueran. Y el Mitridate valenciano del pasado jueves anda emparejado, aún sin quererlo, con otras óperas varias, en un poliamor inaudito. Irremediablemente, yo y mis circunstancias lo asociamos otros acontecimientos con él hermanados.
Hace menos de 15 días, lo último que oí en Valencia fue la primera ópera de un joven Martin y Soler de 21 años, estrenada sólo cuatro años más tarde que el Rey de Ponto, siendo esta la primera, también, ópera seria de un jovencísimo Mozart por lo que la relación valenciana del clasicismo y la época de ambas es clara. Ahí puede haber algo detrás que desconozco.
También es fácil emparentarla con la representación fallida de la misma Mitridate con los mismos, programada justo a continuación y cancelada en el Liceo barcelonés por orden de la autoridad incompetente, digo competente. Ya hemos comprobado en estos tiempos de cólera el desbarajuste y la mala leche que los reinos taifales hispanos provocan en sus súbditos, con decisiones contradictorias alternativas e incluso simultáneas, por lo que lo que está prohibido en la Taifa catalana se celebra en la Taifa Valenciana. Y como las Taifas actúan no sólo en favor de sus súbditos, sino en contra de los del vecino para que se jodan, no sé si la celebración en Valencia con la cancelación en Cataluña, es algo que será fácilmente perdonado por la taifa favorita en todas las apuestas y se nos prohibirá con algún subterfugio o decreto ley seguir enmendando la plana a muñidores envidiosos. Los príncipes taifales, egoístas ellos y sólo preocupados en cómo conseguir que el rebaño les siga en su locura y en su huida hacia adelante, han frustrado lo que podía haber sido una relación muy bonita. Que quede patente y por escrito que yo, en cuestión de Taifas y de territorios históricos, me quedo con la de Albarracín, por proximidad, sencillez y belleza.
Pero si tengo que emparentarla con alguna otra ópera de las que la cortejan, prefiero creer que el pretendiente que cuenta con más posibilidades de llegar a buen fin, es la representación del año pasado de Les Les Arts Florissants dirigidos por William Christie de la La finta Giardiniera. Ya me gustaría que se convirtiese en costumbre el traernos cada temporada (aunque sea para una sola representación), a una orquesta de fama y prestigio (aunque sean gabachos), para representarnos de forma magistral (aunque sea en versión concierto), alguna pieza no muy común de repertorio (aunque sea barroco y/o clasicismo). Que cuenten conmigo y mis anticuerpos para que se convierta en tradición y que del cortejo salgan muchos churumbeles.
Mitridate, es una prueba evidente de que Wolfgang Amadeus era hijo de un extraterrestre y una extraterrestra, ya que componer semejante maravilla con 14 años resulta completamente increíble. Acudir a verla, aunque sea con bozal mientras esperamos que Pfizer vuelva a salvar a la humanidad por segunda vez, es un acierto absoluto, y además, director, orquesta y los tres protagonistas principales, estuvieron soberbios.
Al ser versión concierto, uno se evita sobresaltos innecesarios y también es muy distraído y bonito seguir, de tanto en tanto, la evolución y el quehacer de los músicos de la orquesta.
La orquesta de los Músicos del Louvre se sabe la obra de memoria (por eso la llevan de gira y la han grabado) y la interpreta de forma prodigiosa. Dirigidos por Mark Minkowski, que se presenta con la indumentaria de ir a buscar setas al monte (supongo que por lo de la subvención de la Région Auvergne-Rhône-Alpes (programa dixit)), con torpe aliño indumentario y zapatones, suena de maravilla.
Él relajado, sonriente y pendiente de todo y de todos, con pinta de osezno bonachón. Ellos como deben de ser familia conviviente, apiñados sin mamparas para el viento. Eso sí, con mascareta. Pero juntos, muy juntos. Destacar a la trompa y su sólo y a la primera violonchelo (es cada vez más frecuente tener que fijarse en las violonchelistas, si no que se lo pregunten a Dufol), Rafa Nadal hecho violoncelista, más musculada que CR7, con tirantes para lucir bíceps, que te pega media leche y te desmonta. Supongo que muy práctico para el balanceo del arco.
Mitridate fue Michael Spyres. Sustituyó al anunciado Pene Pati, uno de los mayores beneficiados del primer gran acierto de Pfizer. Y aunque me quedé con ganas de ver al Neozelandés, Spyres estuvo enorme. Valiente en los agudos, con fiereza cuando el papel se lo requería y con suavidad cuando tocaba. Un poco tosco, pero desbordando en la entrega y emocionando. Además cuenta con facilidad en el agudo y una voz poderosa. Le reprocharía el vestuario del mester de juglaría y el que mientras todos los cantante permanecían en sus sillas en el escenario, el cantaba su parte y se iba, le tocaba y volvía, acababa y se volvía a ir. Pareciese que la petaca le esperase en camerino. Muy bien Spyres.
Aspasia fue una excelente Julie Fuchs. Yo la había visto en Zurich y no me había entusiasmado. El jueves me derrotó. Bellísima voz, jugando con los tempos y las regulaciones, con emoción y entregada a lo que decía en cada momento que nos hizo llegar en cada instante. Vale que el grave lo tiene flojo y que es algo irregular, pero el papel, que es endiablado (como todos los de la obra, con agilidades y notas picadas dificilísimas, que Mozart, aún con 14 años, era un bicho), lo sacó con dignidad, belleza y emoción, ganándome para su causa.
Sifare fue la maravillosa Elsa Dreisig. Repito, maravillosa. Una técnica prodigiosa, una facilidad apabullante, una perfección inaudita. Si la Fuchs es la clásica gabacha grandota y guapota, ella es la gabachita pequeña y esmirriadilla, pero que cuando saca su voz, te arrolla. Cuando hace crecer y engordar una nota de un pianísimo a un fortissimo ensordecedor, te vence. Por ponerle un pero, esa perfección quizá disminuye en algo la emoción, cosa que la Fuchs maneja mejor. El dúo de las dos al comienzo del tercer acto, fue para enmarcar, bellísimo. E insisto, dos papeles endiablados.
Farnace fue el contratenor Paul-Antoine Benos-Dijan que sustituyó al anunciado Jakub Orlinski. Muy flojo aunque muy agradecido a los aplausos del público. Vaya por delante que no me gusta el palo, pero no estuvo bien, en los graves abandonaba el falsete volviendo a su voz natural con un cambio de color brutal y un resultado feísimo. Sufriendo en las agilidades, sufriendo en los agudos. Flojo. Está más para cantar How Deep is your love, que Mozart.
Ismene fue la franco-chipriota Sarah Aristidou. Una jilguero, vestida por su enemigo y peinada metiendo los dedos en el enchufe. Pequeña en todo: en físico, en voz y en recorrido. Y me creerán o no, pero al verla salir yo pensé: esta es franco-chipriota.
Arbate fue Adriana Bignagni Lesca. Un cañón. Además me encanta encontrarme con una cantante de Gabón, vestida con un precioso traje étnico de su tierra y peinada como se peinan cuando se ponen guapas en su pueblo. Voz oscura, enorme, rotunda, de las que acojona al que ose enfrentarse. Me encantó.
Marzio fue el pobre de Cyrille Dubois, que se pegó todo el rato en el escenario sin cantar, repasando la partitura (y no como Spyres, que se iba a sólo sabe él dónde), y cuando le tocó cantar, al final de la obra, fue un desastre. Puso cara de malote, se agachó un poco con su esmoquin alquilado y destrozó los agudos, los medios, los graves, las agilidades, etc... de manera cuasi cómica y cósmica. En los agudos se ponía colorado como un tomate, probablemente por causa de una presión esfintérica mal regulada.
En fin, una música bellísima muy bien interpretada. Una maravilla. Una gozada.
Saludos
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