Es siempre motivo de alegría, aunque se produzca de forma más escasa que lo que desearía, el acercarme a la Villa y Corte y disfrutar de su imponente teatro de ópera.
Esta vez el viaje fue relámpago, ya que llegué a Madrid a las 7 y me marchaba a las 6 de la mañana hacia Barajas, pero siempre es grato disfrutar, para los pobres provincianos, de los magnos eventos que en la capital se producen.
Nada más bajar del tren, como Paco Martinez Soria, pero sin gallinas, constaté de nuevo algunas de las diferencias con mi Valencia de residencia. Diferencias importantes que no pueden ni deben de ser pasadas por alto:
-En Madrid hace más frio.
-En el teatro Real hay detectores de metales.
-Las tapas de los puntos de avituallamiento del Real son mucho más pijas y mucho más caras que las de Valencia, pero da igual porque el caos en el servicio y la rápida consumición de las viandas hace que, tras recibir varios codazos de Damas enjoyadas y caballeros de postín, me quedase sin la oportunidad de catarlas.
-No existe la posibilidad de escoger individualmente el idioma de los subtítulos, con dos inconvenientes graves, no poder seguir la obra en el idioma original, cosa francamente interesante, y peor aún, no poder seguir la trama en japonés.
-La recogida de abrigos en el guardarropa al acabar la obra es lenta, lenta, lenta.
-Alrededor del Real hay algunas tabernas y tascas cojonudas.
Yo no tuve la suerte de encontrarme ningún corrillo en el entreacto ya que me lo pasé intentando echarme algo a la boca infructuosamente.
La obra es brutal y maravillosa. Es un derroche melódico con esas melodías infinitas bellinianas bellísimas. La exigencia para los papeles principales es extrema, el tenor se mueve por zona peligrosa constantemente y tiene una partitura cargada de sobreagudos y la soprano necesita de elegancia, belleza, entrega. Y esa escena de locura final, bien sentida te mata de belleza y emoción. Y a quien no le emocione si está bien interpretada que se quite de la ópera como se quitó mi sobrino. Qué grande era Bellini!!
Yendo directo a la función, la puesta en escena de Sagi, es una puesta en escena muy de Sagi. Mínima, con paneles móviles, con vestuario en blanco y negro salvo las bandas de Ernesto, que para eso tiene galones. Las damas con faldas vaporosas, los caballeros de negro, tipo guarrotes pero limpios y pijo/guayses de película pseudomoderna y poco más. Salvo en la escena final de la locura, espectacular. Por no hacer spoiling, sólo decir que es mucho mejor en directo que por la tele, por lo que perderá fuerza en el video, ya que me fijé en las pantallas que pueblan la zona alta del teatro y no transmiten la belleza y los efectos del momento.
Maurizio Benini, que es perro viejo y a quien le recuerdo un par de excelentes concertaciones, estuvo muy pendiente de las voces y acompañó a los cantantes para su lucimiento que es el que tocaba. La orquesta la mayoría del tiempo sólo acompaña las voces. Y puede que le faltara algo de pulso dramático, pero yo no me aburrí, todo lo contrario, aunque el mayor responsable de ello fuera Bellini.
Sonya Yoncheva me encantó. No es la Devia ni la Caballé pero eso yo ya lo sabía antes de entrar. Tiene carne en la voz y puso lo que tiene. Lo que no puso es porque no lo tiene. No tiene la elegancia en las dinámicas de la Caballé. No tiene la facilidad en las agilidades de la Gruberova. Pero puso entrega y arrojo. Yo no la vi plana ni en el canto ni en el físico, más bien lo contrario. Y triunfó sobre el resto. Transmite con un canto bellísimo cargado de intención.
A Javier Camarena le vi inseguro con el papel y esa inseguridad le provocó ciertas dudas y una tensión en la voz que se transmitió. Pero canta bonito, arriesga en la zona alta y su interpretación fue más que notable, a pesar del incidente que tuvo en el segundo acto. Los sobreagudos son brillantes y es un gran cantante, pero aún no se ha hecho papel. Ya se hará. Y hablo que lo vi inseguro, no reservón. Mucho mejor en el segundo acto que en el primero.
Petean lo hizo muy bien. No es el timbre más bello del mundo, pero sabe lo que canta y tiene volumen suficiente para no desentonar.
Muy bien también María Miró de Adele. Más flojo el Goffredo del omnipresente Felipe Bou y el Itulbo de Marin Yonchev, primer y llamativo caso que me encuentro en el que la cláusula número 13 no es el marido, sino el hermanísimo, vamos, las Campos creando escuela.
En resumen, me lo pasé como un enano en el magnífico teatro capitalino, con una ópera extraordinaria y unos cantantes de los que se podrán decir cosas, ya que siempre se dicen y se dicen de todos, que aquí nadie se libra, pero la interpretación que me ofrecieron es de las que hacen que ame tanto a este invento llamado ópera. Y además dormí como un tronco, porque otra de las grandes cosas que tiene, aunque cada vez menos, mi querida España, son hoteles con sábanas (diabólico invento el edredón nórdico) y almohadas como Dios manda.
Y mientras tanto, mis queridos amigos de mi tierra de adopción provocandome envidia infinita al disfrutar de la compañía de Don Plácido en un acto de necesario desagravio y a quien pudieron abrazar y charlar con él, como ya es costumbre cuando se acerca la Navidad, para dolor y sufrimiento de almas obtusas a las que la miseria moral les corroe.
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