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Tenía yo ganas de escuchar, y ahora es un buen momento, a Daniel Barenboim dirigiendo la Staatskapelle berlinesa en su Tristán y en su Staatsoper, ya que Barenboim es probablemente el director más tristanero que existe y Tristán es SU ópera. Además, acaba de renovar con la Staatskapelle, no sin suspense, y nada menos que hasta que tenga unos 130 años (2027), a pesar de las acusaciones de maltratador de músicos. El mensaje está lanzado y ya se sabe quién manda en Berlín y los músicos de la Staatskapelle que se sientan maltratados ya saben dónde tienen la puerta.
También acaba de ser nombrado director honorífico de la Filarmónica de Berlín, en este caso acompañado de loas y alabanzas. Se conoce que los de la Filarmónica, o tienen la piel más dura, o lo ven más de lejos.
Podríamos abrir un hilo filosófico/metáfisico, sobre si el fin justifica los medios. De cómo tiranos insoportables han conseguido y consiguen resultados excelentes de sus equipos acongojados, que los odian y temen por partes iguales. Los tenemos en el deporte de élite, en las empresas y los ha habido, los hay y los habrá en las grandes concentraciones de grupos humanos dirigidos por una sola persona donde priman los resultados, como las grandes orquestas.
Este Tristán con la dirección de Barenboim y la escena de Tcherniakov fue el escogido para la reinauguración de la Sttatsoper en Unter den Linden dejando atrás su exilio en el teatro Schiller. Y tenía que ser algo bueno, y lo fue. En Berlín y a 37 grados a la sombra, a las 4 de la tarde, mientras los pajaritos eran engullidos por un asfalto viscoso y voraz, me senté en mi localidad y asistí a 5 horas y media de lujo y lujuria.
La realidad es que el resultado que consigue Daniel en el Tristán de la Staatskapelle se queda sin adjetivos. Apabullante, acongojante, brillante, prodigioso, detallado, minucioso, flexible, dulce, desbordante, cálido, potente, emotivo. Otras veces le había visto dirigir sentado y con los ojos pegados a la partitura. En Tristán no, se la sabe de memoria, y se agita, y se emociona, y se levanta y templa y manda. Es tal el ímpetu y la implicación que se diría que improvisa y que no dirige dos Tristanes iguales. Va dando rienda suelta a sus emociones y va saliendo así, con una ingente paleta de colores. Desde el primer acorde Tristán del preludio, y jugando con los silencios, ya se adivina que estamos ante algo extraordinario. La orquesta brilla, jugando con los colores, llenándonos de pesadumbre y dejándonos que nos abandonemos colgados de nuestra inconsciencia. Y sigue plagada de tal cantidad de matices que uno no abarca, ni puede abarcar el perímetro de los mismos y no puede apreciarlos en su totalidad. La pasión y la dulzura se reparen durante un incesante devenir de vaivenes. A veces la orquesta se envalentona y arrolla, a veces es un susurro. Y la Staatskapele nos envuelve con las cuerdas, los metales, las maderas (ese corno inglés del tercer acto, que no sólo toca desde el escenario, sino que también diríase que actúa!!). El principal motivo de mi visita a la Staatsoper era Barenboim y la Staatskapelle, y he de decir que valen la pena de forma absoluta.
Pero no sólo de pan vive el hombre y también hubo cantantes que cantaron y registas que registraron:
La dirección de escena fue de Dmitri Tcherniakov. Conociendo la irregularidad de Tcherniakov y habiendo visto algunas fotos del estreno de 2018, creía que me iba a horrorizar y no, se dejó ver. La obvia trasposición, la sitúa temporalmente en un momento indefinido, ya que hay elementos actuales, otros de principios del siglo XX y la mayoría en los 60s o 70s. En cualquier caso, funciona, con una dirección de actores cargada de intención y con muchas ideas, unas más felices y otras menos, pero sin agredir al espíritu de la obra. El espíritu de Tristan está ahí con una Isolde más amorosa que vengativa y con un amor más festivo que dramático, ya es una celebración del amor y no una lamentación continua del amor imposible en vida y sólo conseguible tras la muerte. Todo ello en un salón lujoso en un yate de lujo, o en un salón Kitsch de los 60 en el castillo de Cornualles, o en una antigua y cochambrosa habitación de Kareol. Pero se entiende y se oye, y no molesta.
Tristán fue Andreas Schager, uno de los heldentenor de moda. Lo de este mozo es curioso, con una edad ya talludita (creo que 49 tacos lo contemplan), se ha convertido en el helden de todas las salsas. Y canta Sigfrido, y el Holandés, y Tristán, y Fidelio, y el Kaiser de la mujer sin sombra, y en las principales plazas. Su valentía y entrega son encomiables y llega vivo al final del tercer acto, tras un esfuerzo titánico. Y sólo lo vi sufrir un poco al principio del tercer acto. Su timbre no es extraordinario, un poco desaborío, diría yo, pero tiene tendencia al lirismo. Su volumen y proyección, son adecuados y atraviesan los decibelios de la orquesta sin dificultad y, en cierta manera nos atrapa con su arrojo. El terrible tercer acto es un derroche de implicación y compromiso, y nos gana. Muy bien.
Isolde fue una muy buena Anja Kampe. La mejor de la noche, arrojo, calidad y emoción en el mejor trabajo que le he visto. Implicación, claridad en su voz y fraseo impecable. Llega y acaba con el Liebestod y nos deja a todos el corazón encogido y sin aire en los pulmones, y tras el puñetazo, despertamos del limbo y rugimos como fieras, que es lo que somos, para bravearla de forma merecida.
Kurwenal fue un discreto Boaz Daniel. Vale que el papel también tiene mucha dificultad, pero pareciera que le viene grande a su instrumento. Además, un poco soso y con un gran parecido a Florentino Fernandez cuando no imita a chiquito.
Brangäne fue una floja Violeta Urmana. Demasiado a menudo con un volumen inferior a sus compañeros de reparto en medios y graves algo forzados y con el agudo algo chillado. No fue un desastre, pero no me convenció.
El Rey Marke fue un extraordinario René Pape en un papel que parece hecho para él. Templa y manda, y ejecuta el papel con señorío, elegancia y rotundidad. Cuando el Rey Marke entra en escena, debe de ser la figura principal en el escenario y todo y todos deben de girar en torno a su regia presencia. Y eso Pape lo consigue con su voz, con su saber estar y con su magnetismo. Y además le confiere ese toque humano que el papel requiere. Magnifico en su monólogo del final del segundo acto.
Y es de justicia que nombre, que escriba, con nombre y apellidos, al intérprete del corno ingles del tercer acto. Florian Hanspach-Torkildsen se llama. Y he tenido que ir al programa de mano para escribirlo, porque el nombrecito se las trae. Soberbio.
Saludos
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