Richard Strauss es uno de los grandes músicos del siglo XX. Y su ausencia de ocho años en el Teatro Real quedaba subsanada con el estreno en este teatro de Capriccio, la última ópera del maestro alemán; que reflexiona sobre la ópera. Esta obra nos lleva a una agradable reunión en la casa de una aristócrata, pero no se va a hablar de cosas banales, sino de la discusión, la alternancia o la importancia de la música y el texto, que se funden en la Ópera. Una mujer, que encarna a la ópera, que se debate entre el amor de un poeta y el de un escritor. ¿Música, o palabra?
Sin embargo, acostumbrado a la opulencia del Strauss sinfónico o el de sus grandes óperas, una cautivadora y ligera partitura que se une a una discusión profunda sobre la ópera y el público, puede resultar una comedia sesuda y por tanto algo difícil. Pero en este punto, hay que reconocerle el mérito a Strauss por llevar a un escenario lírico este tema en el marco de una partitura que lleva su genio y su estilo , cuyo final es uno de los momentos más tiernos y emocionantes de la ópera del siglo XX. El monólogo de La Roche sobre el trabajo del director de escena, en el que se funden palabra y música para formar una ópera tiene mucha fuerza, y en algunos casos su profundidad es heredera del Sachs de Los Maestros Cantores de Núremberg. Por otro lado, la breve intervención de los criados, que también opinan sobre el tema, es un contrapunto curioso: ellos representan la opinión del público, frente a los protagonistas que representan el debate desde dentro del mundo de la escena. Un debate fascinante, en el que el espejo donde se mira la Condesa el mismo en el que se mira su época: así como el mundo decadente de la aristocracia dieciochesca desaparecía ante la revolución y la ilustración, la Europa de la época del estreno de esta obra se dirigía hacia su destrucción de la mano del horror de la Segunda Guerra Mundial.
Al asistir al ensayo general de esta producción, lo escrito podría mejorar conforme las funciones vayan teniendo lugar. De hecho, la prensa y varios espectadores (en las redes sociales) están hablando de un enorme éxito en el estreno de anoche.
Después de diez años, y tras una controversial producción de la Lulu de Berg, el director de escena Christof Loy regresa al Teatro Real. En el año 2009 asistí a una de las experiencias más desagradables que he tenido en 18 años de vida operística. Fue aquella una producción que apostaba por un minimalismo salvaje, convirtiéndo una obra tan intensa teatralmente (y una de mis óperas favoritas) y con tantos elementos imposibles de obviar, en un aburrido y frío drama. Sumado esto a su difícil música para el tradicional público del Teatro Real, asistí desolado a un sinfín de deserciones en la sala, e incluso apedreamientos en foros como La Tertulia del Foyer. Aquello me supuso una indignación tan grande que durante mucho tiempo critiqué aquí con devoto furor a Christof Loy y su obra como si me hubieran sacado desde lo más profundo de la caverna musical, despertando en este foro no pocas antipatías e incluso una llamada a la moderación. Transcurrido todo este tiempo, sigo pensando que aquella horrenda producción fue un error de programación, pero también que aun sin seguir siendo santo de mi devoción, este director de escena puede tener tanto errores como aciertos, y un ejemplo de esto último es el histórico Devereux con Gruberova de Múnich.
Loy regresa fiel a su estilo: espacios amplios con poco atrezzo, pero está vez siendo fiel, demasiado fiel al debate subyacente de la obra, lo que lo hace demasiado teatral en muchas ocasiones. El telón se abre y nos revela un salón palaciego enorme, en otro tiempo deslumbrante, ahora en declive. Pocos muebles, un sofá y unas sillas, y con un enorme espejo ya gastado por el tiempo que domina el espacio. Aquí transcurrirá toda la obra. Los artistas discuten sobre la importancia del género musical, teatral, operístico. Pese a que hay momentos que evocan el siglo XVIII como danzas o los trajes de los empleados o del Conde, la mayoría del vestuario es contemporáneo, y un tanto informal. Ello, sumado cierto estatismo de la obra y la dirección de actores sencilla, hace que por momentos uno se sienta asistiendo a la escenificación de un ensayo rutinario sin atrezzo. El momento más emocionante vino, como no podía ser de otro modo, al final. La Condesa aparece vestida con un bello traje antiguo y con la iluminación ténue, para abordar su gran monólogo, es decir su gran duda. Y es aquí donde el trabajo del señor Loy llega a emocionarnos, cuando en su indecisión se encuentra con sus yoes de infancia y vejez, vestidos como ella, a los que pide un consejo. Ella se marchará y su yo de la infancia se quedará jugando con una marioneta mientras el mayordomo está a unos metros de ella, cuando finalmente cae el telón.
La orquesta del Real bajo la dirección de Asher Fisch logró un nivel que empezó aceptable, que fue mejorando a medida que avanzaba la función. Es cierto que no fue todo lo straussiana que podía esperarse, quizá por estar en un ensayo después de todo, pero es de agradecer que las cuerdas no suenen flojas desde un principio, si bien en las zonas altas se perdía el volumen, algo que afectaba a la obertura. El trabajo de Fisch fue resaltar lo camerístico de la obra, aunque se alcanzó un nivel estupendo en el interludio y escena finales, donde la orquesta reflejó, en perfecta sintonía con la puesta en escena, la belleza del claro de luna en el interludio y finalmente el intimismo de la decisión final de la Condesa, terminando de forma muy emocionante.
El reparto estuvo liderado por una Malin Byström con un timbre de voz dramático, aunque era de esperarse que se reservase para el final, que abordó maravillosamente. Como actriz cumple con las exigencias de la puesta en escena, además de ser una mujer muy bella y con un porte elegante, ideal para el personaje.
El bajo Christof Fischesser fue el otro gran nombre de la noche, con una estupenda voz que además corría por la sala. El monólogo de La Roche cantado por él fue el segundo mejor momento de la noche después del final.
En cuanto a los amantes, el tenor Norman Reinhardt y el barítono André Schuen como Oliver cumplieron con su cometido, pero no era del todo suficiente. Reinhardt tiene una bonita voz pero el agudo no termina de ser su fuerte. En este sentido Schuen estuvo mejor como Oliver, también en la faceta actoral. Theresa Kronthaler interpretó muy bien a Clairon, así como Josef Wagner como el conde. La pareja de cantantes italianos formada por Leonor Bonilla y Juan José de León cumplió bien con sus difíciles roles. El resto de comprimarios estuvo a un buen nivel, aunque al igual que los anteriores estuvieron eclipsados inevitablemente por Byström y Fischesser.
La dificultad de la obra se hizo patente para una parte del público del ensayo general, viéndose alguna que otra deserción en la zona del Paraíso, lo que no dejaba de ser sorprendente para un músico como Strauss. Sin embargo, nada ha tenido que ver con la calurosa y reconfortante acogida que ha tenido en su estreno. Es por tanto una oportunidad para ver una obra que es una rareza fuera de Alemania y Austria. Con el transcurso de las funciones posiblemente mejorará, porque con todo, parte de una excelente base.
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Última edición por angelparsifal el 28 May 2019 13:03, editado 2 veces en total
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