Ardua tarea es cronicar tras las excelentes crónicas de mis predecesores, especialmente de Tucker, pero como me encanta, en un inusitado afán de protagonismo, que forma parte del nuevo exhibicionismo indecente que puebla las redes sociales, me expongo, me exhibo, y ahí voy sin pudor alguno.
Llegué a mi tierra y la de mis ancestros (a la que abandoné hace casi 40 años), para que me recibiera, como me recibe últimamente, engalanada, con colgantes y colgajos en los balcones, con colgantes y colgajos en la pechera de algunos varones y en los senos de algunas mujeres. Y yo sé que lo hacen por mí. Para que me sienta reconfortado al volver a casa. Pero esta vez no me pareció que hubiera tantos, no sé si es que su amor por mi está decayendo, y no sé si es que están enojados conmigo. Y me preocupé. Y me entristecí. Aunque puede que no fuera así y no hubiera menos, y que sólo confunda mi deseo de que todo sea un mal sueño, con la realidad.
Ya en el teatro de Las Ramblas, he de decir que presencié una grandísima representación de una grandísima ópera. Entre lo mejor visto en los últimos tiempos. Es una Gioconda casi redonda, con unas voces femeninas excepcionales, unas voces masculinas flojitas, una gran puesta en escena y una orquesta que hace que nos frotemos los ojos y que dudemos sobre si nos la han cambiado, por lo bien que suena. Totalmente recomendable.
Al comenzar la representación, micrófono en mano, como mandan los cánones, Christina Scheppelmann nos dio noticias (ella dijo una buena y una mala, para mi fueron las dos buenas): la primera es que nos estaba viendo no sé cuantos cientos de miles de millones de personas por cines y otros canales, y que Iréne Theorin seguía malita y la GRAN Saioa Hernández había llegado a toda prisa desde Madrid para sustituirla.
Comencemos por la puesta en escena de Pier Luigi Pizzi. Me encantó. Y voy a usar para definirla sus propias palabras del programa de mano: realismo poético. Una puesta en escena cuidadísima, fiel a la obra, fiel a Venecia, clásica en el planteamiento, pero moderna en las formas. Y con un juego de colores, de luces, de brumas, de vestuario y de ángulos que le dan un toque romántico que encaja con el adjetivo poético que le da Pier Luigi. Y funciona. Cierto es que las escaleras tienen peligro y que a la pobre Dolora la tiene una hora tumbada y cubierta, haciéndose la muerta y saliendo con los huesos entumecidos, Dolora toda ella. Pero ya lo he dicho y lo repito, me encantó.
Muy bien, oportunos y diligentes los figurantes, que supongo que son del cuerpo de baile. En cuanto al ballet de la danza de las horas, agradable, entretenido y estético y eso que a mí el ballet no me apasiona. La pareja protagonista, que deben de ser bailarines de postín (Alessandro Riga y Letizia Giuliani), más musculados que Arnold Schwarzenegger cuando era Arnold Schwarzenegger (en él, no asombra; en ella, no estoy acostumbrado y acojona), dieron sus saltitos, levantaron la pierna de forma asombrosa y giraron hasta el límite del mareo. Ella ligerita y el en pelota picada salvo por un ridículo tanguilla que debía de estar pegado con superglue a los cataplines para evitar accidentes y espectáculos no previstos.
La orquesta, dirigida por Guillermo García Calvo, sonó de maravilla. ¡Hasta en los metales!!. Limpia, acompañando, susurrando a veces y apabullando otras, como en el gran concertante del final del tercer acto. ¡Qué gran tipo Don Guillermo y que gran concertador!. Una sorpresa muy agradable.
En cuanto a las voces, ¡Qué decir de Saioa!...Una Diva. Tiene agudos, tiene graves, tiene gusto, tiene entrega, tiene emoción, tiene pasión. Llena el escenario, tiene magnetismo, tiene presencia. Y supongo que no habrá ensayado mucho. Maravillosa.
Y después María José Montiel. Que lujazo. Que demostración de fiato. Su Voce di donna para ponérsela a los niños al explicar qué es el arte. Impecable.
Y para terminar Dolora Zajick, que sigue teniendo un cañón. ¡Y que graves!, estremecedores. El duo de “E un anatema! … L’amo come il fulgor del creato!” precioso, acongojante.
Ellos, es otra cosa. Sin ser un desastre, nada en comparación con las damas. La edad de hojalata del canto masculino.
El Enzo de Brian Jadge, flojito. Brutote, con agudos abiertos y blanquecinos. Con poco gusto y menos técnica. Parece que tiene voz pero no la sabe usar. O igual no tiene. No sé.
El Barnaba de Gabriele Viviani tampoco me llegó. Plano y con poca gracia. Con lo despreciable que es su personaje, no daba miedo. Su Monumento ni fue aplaudido (cierto que la música no dio tregua).
Y el Alvise de Ildebrando D’Arcangelo también flojo. Tiene pocos graves. Desangelado, o más bien, desarcangelado.
Y al salir del Liceo, tarde como era, me vi envuelto en un incidente que me amargó un tanto la noche. Como no había ni un solo taxi disponible, por error crucé la calle y bajé a buscarlo por las Ramblas hacia el puerto. No sé cómo me vi rodeado por una fauna de lo más repugnante: putas, macarras, buscavidas e individuos de difícil definición que me decían cosas. En un descuido se me echó literalmente encima una cosa pestilente e indefinida que mientras me hacía proposiciones sexuales palpaba mis bolsillos y mi reloj con afán de lo ajeno. Me lo quité de encima con un empujón y cuando le reprendía a la vez que chequeaba mi cartera y mis pertenencias se me acercaron dos individuos de los que dan miedo al hombre del saco y así recorrí por en medio de la calle un buen trecho de Las Ramblas mientras me insultaban y retaban. Me dejaron tras unos metros y al final llegué a Pelayo y conseguí mi ansiado taxi. Creo que un teatro como el Liceo debería de organizar la salida de los asistentes y la parada de taxis mejor, sobre todo cuando las representaciones acaban tarde. No creo que sea ni el primero ni el último al que intimidan y ni soy enclenque ni me acobardo fácilmente.
Saludos
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