A estas alturas está dicho ya casi todo y hay algunas cosas en las que todos estamos de acuerdo: la excelencia vocal de Camarena, la mediocridad de la dirección musical y escénica, los problemas de los cuerpos estables del Liceu (ay, el coro), etc.
Sobre la función de ayer viernes, hay que constatar sobre todo el entusiasmo del público: como tuve que salir escopeteado, no pude calibrar el “aplausómetro” del final, pero el bis de
Vieni fra queste braccia pareció bastante más auténtico que el de la reciente
Lucia, por poner una referencia cercana. Que algunos no sintiéramos esa magia que se supone debe ser condición de cualquier bis no significa que la velada no tuviera momentos de gran nivel. Lo que ocurre, como ya se ha señalado, es que toda ella se sostuvo gracias a Javier Camarena, de quien solo se puede matizar que llegó algo fatigado al final. Por lo demás, me sumo a los que no cambiarían al Arturo del cantante mexicano por ninguna voz actual con más volumen y “musculatura”.
La “cuestión Yende” es –supongo- la más discutible. La mayoría de la gente la vitoreó, pero puedo aportar el testimonio de la persona que me acompañaba, seguidor de la sudafricana desde que la descubriera hace casi diez años en el Concurso Montserrat Caballé de Zaragoza y que ayer no podía ocultar su decepción al finalizar el primer acto. Las razones ya se han expuesto, siendo especialmente preocupantes la falta de apoyos y esos agudos cortos e irregularmente afinados. Discrepo en cambio con mis compañeros respecto al segundo acto, en que se entonó bastante tras un comienzo algo dubitativo, dejándonos una buena exhibición de recursos técnicos y creatividad en ese temible desafío que es
O Rendetemi le speme, aunque sin esa arrolladora presencia escénica que algunos nos habían querido vender. En el tercer acto volvió a mostrar irregularidades, pero su comunión con Camarena, como bien ha señalado Tucker, la llevó en volandas hasta la conclusión. ¿El balance? Una cantante con la voz agradable y capaz de crear frases ciertamente bellas, pero a la que no pondría en lo más alto del escalafón actual.
El resto del elenco no nos dejó nada memorable. No comparto el calificativo de “horroroso” que Lenz le dedica a Kwiecien, pero me confirmó que se trata de un cantante inexpresivo. Da rabia que por culpa del polaco y de Mimica (con el que efectivamente apenas había diferenciación vocal) una parte del público se pierda las bellísimas páginas de la partitura dedicadas a la tesitura inferior.
Y un último apunte sobre esta puesta en escena tan pobretona (en ideas y en medios). Como la de mañana domingo es la última función, espero que nadie se me enfade si “destripo” el final, que (creo) nadie ha contado hasta ahora. En cualquier caso, aviso del spoiler por si alguien prefiere no seguir leyendo:
a Arturo lo matan. El final feliz es, al parecer, una fantasía más de la protagonista (como lo es, por lo visto, toda la historia de los puritanos respecto a la “realidad” norirlandesa de los años setenta). Soy bastante flexible respecto a las licencias de los registas con el libreto, pero lo que no soporto es que la escena vaya contra la música. Los compases finales de la obra expresan sin lugar a dudas lo que está ocurriendo y si a la señora Miskimmon no le gusta, que se fastidie. Pero claro, el pesimismo siempre parece más inteligente, un intelectual con pretensiones difícilmente puede admitir un final feliz, ¡ni siquiera en un conflicto que terminó hace veinte años!