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¿Qué puerto alberga la paz?” Se pregunta Peter Grimes -solo, atormentado, vencido- en una de sus últimas frases al final de la obra. Nos encontramos con una historia que admite muchas interpretaciones como muchas lecturas se han hecho de esta importantísima ópera del siglo XX. La interpretación que hemos visto esta noche en Les Arts no defrauda, todo lo contrario: desasosiega, genera incertidumbre, no deja lugar al aburrimiento y, en definitiva, genera un caudal enorme de la tensión dramática que precisa siempre la obra de Britten para poder ser disfrutada al máximo. Como ejemplo de esto último me decía mi amigo Radamés, compañero y vecino hoy de lujo, que a lo largo del último acto, cuando la tensión era extrema, no se ha oído ni una sola tos. Cierto.
… y eso que la noche era fría de
cullons, lo que unido a la aversión a la música del XX ha generado bastantes lagunas en la platea, que se ha disimulado gracias a las facilidades dadas por quien fuera a todos los jóvenes que se hacía fotos, selfies y que se notaba que era su primera vez, que se les identificaba perfectamente y a quienes hay que dar la bienvenida a este mundo. Ojalá repitan.
Para un servidor, hablar de Peter Grimes hasta ahora era exclusivamente la versión de Jon Vickers tan conocida por todo el mundo. Desde hoy, hay otra versión, la de Gregory Kunde que, con una voz más lírica, es cierto, ha hecho del personaje un nuevo arquetipo a tener en cuenta. Qué gran noche de ópera nos ha brindado el tenor americano. Gran voz, gran emotividad, gran actor y gran sensibilidad en todo momento. También me ha gustado mucho en el papel de Ellen, Leah Partridge, con una voz muy bonita, muy diáfana y bien emitida. Del resto de elenco destaco a Richard Cox (como Bob Boles), Lukas Jakobski (como Hobson) de inquietante presencia, Robert Bork (Balstrode) y Rosalind Plowright (Mrs. Sedley) quien pese a su longeva carrera, da una lección de cómo abordar su personaje. Ah, claro, hay otro personaje: el coro. Me quito el sombrero y me pongo de pie. Bravo por el coro. Qué difícil debe de ser cantar al únísono partituras sin melodías cantábiles.
Gran parte del éxito, lo tiene, a mi modo de ver, la escenografía de Willy Decker tremendamente eficaz y que te introduce en el drama, así como el movimiento de actores/cantantes. La lectura que prevalece en esta historia poliédrica es, en definitiva, la de la individualidad que lucha contra la masa. O las individualidades: Peter y Ellen. Hay varios momentos para el recuerdo: la tormenta, el interior de la taberna (tan inglesa), el fragmeto de las cuatro voces femeninas, y varios momentos del coro que asfixian literalmente a Grimes, arrinconándole, oprimiéndole, empujándole… El final, cuando ya Grimes, atormentado como dije antes, se pierde en el mar, Ellen destrozada, yace en el suelo al margen de la comunidad parroquial. Tres compases más tarde no tiene más remedio que sentarse con el resto y asir, con desesperanza, el cuadernillo de los salmos, con el que ella, y también el resto, esconden su rostro. Todo un síntoma de desvanecimiento del individuo en la masa.
¿Y la orquesta? Magnífica. Christopher Franklin a quien vimos ya por estos lares hace unos meses dirigiendo el Britten “The turn of screw” disfruta al timón de esta ópera. En momentos, los de mayor lirismo, prescinde de la batuta. En otros, hace que los metales y la percusión pongan los pelos como escarpias.
En resumen, gran noche de ópera. Un “hito” he leido en alguna crónica. Puede ser, aquí hemos tenido en apenas diez años algunos: la Tetralogía, el Fidelio inicial, la magnífica Forza, la Cavallería, el Otelo,… que nos quien lo bailao.
Ante todos aquellos que, y me incluyo, preferimos oir las óperas más repetidas del repertorio (sota, caballo y rey) hay que reconocer la labor estupenda de los programadores que buscan temporadas equilibradas. Un Grimes ayuda a abrir la mente, a ampliar sensibilidades, a tolerar e indagar estéticas diferentes y, cuando el trabajo está tan bien hecho como el de esta noche, invita a pensar. Cuidado.