Crítica de Arturo Reverter
¿UNA SUPERCHERÍA?
Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, superchería es equivalente a engaño, a fraude. Esa es la palabra que nos viene a las mientes cuando asistimos a una representación operística en la que una de las partes principales, pensada y escrita para una voz determinada, con una línea concreta, unos acentos, una tesitura y unos efectos vocales buscados a propósito, de una manera y no de otras, con el fin de servir a un carácter, de definir y delimitar un personaje, es cantada por otra, perteneciente a una cuerda distinta a la prevista; y se hace además en el mismo tono. Ya nos parece mal que una voz lírica o ligera pretenda abordar un papel dramático. ¿Qué diríamos si Juan Diego Flórez se enfrentara al Otello de Verdi? Nunca lo haría; sería difícil que colara. ¿Y si a un Otello de nuestros días, Aleksandr Antonenko, por ejemplo, le diera por exhibirse como Elvino? Lo rechazaríamos de plano. A nuestro juicio es bastante más grave intentar acometer una parte de barítono con voz de tenor. Aun cuando el aventurado (o aventurero) reconozca paladinamente que, en efecto, no es barítono, sino tenor; y no hay más que escuchar un par de notas para comprobarlo. Es lo que viene haciendo, desde unos siete u ocho años atrás, el todopoderoso Plácido Domingo ante la anuencia de público, crítica y programadores. El tenor español no transcribe su parte hacia arriba –lo cual sería muy complicado ya que llevaría a trasladar las demás líneas de la partitura-, sino que se desenvuelve como si nada en el ámbito baritonal, lo que le facilita las cosas, pues circula por una tesitura que le es cómoda y le deja maniobrar con un centro que aún posee, episódicamente, cierto lustre y emitir unos graves a veces audibles. Por arriba, es difícil que vaya más allá del fa o del sol, notas que aún puede proyectar, bien que con evidente apoyo en la nariz. En todo caso, aun cantando más cómodo, no puede disimular que es un hombre que ya ha cumplido los 76 y que anda desfiatado exhibiendo un timbre viejo y cansado, más allá de esos comentados sonidos pasajeramente lucidos, lo que sin duda es meritorio y revela una resistencia casi prodigiosa. Con todo ello parece que da el pego. Pero no: los buenos catadores captan enseguida la superchería, aunque ésta, después de todo, podríamos estimar que es relativa, pues él en esto no engaña: admite que sigue siendo tenor. Lo que no deja de ser un fraude porque nos da gato por liebre. Y se nota más en una ópera como Macbeth, que alberga una de las partes baritonales más dramáticas y complicadas de Verdi, quien deseaba profundizar en las psicologías de Macbeth y de su ambiciosa mujer y cuajó la partitura de minuciosas anotaciones (voce cupa, soffocata, sotto voce, voce spiegata, tutta forza, con slancio, etc), que modelan adecuadamente la expresión, aunque en bastantes ocasiones los resultados sean inferiores a las pretensiones y la inspiración no se consiga por igual. Hay una serie de escenas, de secuencias, de momentos que marcan la grandeza de la obra y establecen su categoría de partitura hasta cierto punto rompedora, nueva, original. Por ejemplo, el dúo Fatal, mia donna, que comienza justamente tras pronunciar Macbeth la frase Tuttto è finito. Tras el asesinato por su mano del rey Duncan. Sobre el susurro de la célula de un semitono se inicia este impresionante fragmento, en compás de 4/4, que debe ser dicho por los dos cantantes, como pide Verdi, sotto voce y muy sombríamente a excepción de unas pequeñas frases en las que se exige voz desplegada. Francesco Degrada pone mucho énfasis en señalar el estilo de canto, verdaderamente declamado, en un proceso muy realista de enunciar la palabra siguiendo un juego de medias tintas vocales, lo que provoca a su vez un empleo extremadamente selectivo de la orquestación: sordinas, maderas a media voz, timbales discretos… La conducta vocal de ambos cantantes va divergiendo poco a poco en el servicio a una melodía móvil y progresiva, que avanza sin desmayo. Macbeth, noble y expresivamente, expone sus cuitas, mientras su esposa se muestra a cada paso más nerviosa y agitada, lo que se marca muy bien en su escritura cuajada por momentos de agilidades y anotada leggera. Los musicólogos ensalzan habitualmente la construcción y orquestación, el clima del tercer acto, en el que se aprecia el genio de un compositor que, en cierto modo, todavía estaba aprendiendo y buscando caminos de perfección. La primera escena está considerablemente alterada en la versión de 1865 respecto a la de 1847. Y no solamente por la presencia del ballet, que se suele dar pocas veces y que en esta ocasión se dio. El manejo de un lenguaje a veces musitado, de un canto variado y coloreado al máximo, necesitan desde luego para el protagonista de un artista de primera fila, de un actor, de un fraseador consumado, revestido además de un timbre a ser posible oscuro, de un instrumento denso y fornido, de un caudal importante. Como los del creador Felice Varesi. En ciertos aspectos anticipa la línea de algunas partes de los barítonos de mayor carácter del compositor, como Rigoletto, Amonasro, Carlos de Vargas o Renato. Todas estas cuestiones afloraron a primer plano en esta oportunidad. Domingo, bastante agarrotado, con episódicos fulgores, no dio en ningún instante la imagen sonora precisa y, como es lógico, pese a que su volumen es muy apreciable, desapareció en los concertantes y deambuló de aquí para allá, de acuerdo con la mínima escenificación (sin firma) y mostrando una vez más que es un actor muy limitado y primario. Mantuvo el tipo y dibujó alguna frase meritoria en el aria final, Pietà, rispetto, amore, aunque sin el legato exigido. Uno de sus mejores momentos fue el de su muerte (cortada en otras interpretaciones). Dijo, en el suelo, con voz audible y plena, las fatídicas palabras Muoio… Al cielo… al mondo in ira. Vil corona!... E sol per te! Lady Macbeth fue servida aquí por Anna Pirozzi, soprano que podríamos calificar de lírico-spinto de buen caudal, relativo brillo tímbrico, agilidades aún por pulir y agudo poderoso, aunque casi siempre destemplado y agrio. Salvó con decoro los parlati de La luce langue y solventó discretamente Una macchia, con un re bemol postrero más bien gritado (Verdi pide piano). El tenor neoyorkino Brian Jadge, lírico aún bastante verde, mostró maneras, cierta línea y agudo fácil y squillante, no bello. Solventó con fortuna su Ah, la paterna mano. Papel en exceso breve para el bajo cantante Ildebrando d’Arcangelo el de Banquo, que dijo con autoridad, con voz oscura y de dura emisión. Noche afortunada en general para los conjuntos. El Coro, emplazado en este caso como coro griego -con trasiego de pañuelos de distintos colores para situar la acción y el momento dramático-, siempre dirigido por Andrés Máspero, exhibió las voces robustas, rotundas, vibrantes de sus hombres y la maleabilidad de sus féminas, que sortearon por lo común las trampas de una escritura complicada, en lo tonal y en lo rítmico, de las brujas, aunque no faltaron desigualdades en los ataques. La orquesta sonó ruda, algo áspera –tampoco tan raro en este Verdi de galeras-, pero firme y vigorosa de la mano de James Conlon, maestro no muy inspirado en lo lírico, pero firme, seguro, contundente. Quizá no consiguió las irisaciones instrumentales de ciertos pasajes, pero mantuvo el pulso de principio a fin. Aunque no atendiera todas las exigencias de instrumentación. En el tercer acto Verdi pide, por ejemplo, seis clarinetes. Con el lunar comentado, que no es poco, un Macbeth digno, en el que los secundarios –Raquel Lojendio (Dama), Airam Hernández (Malcolm), Fernando Radó (Médico) y David Sánchez (Sirviente/Heraldo/Sicario)- dieron juego. La parva escenificación fue en todo caso preferible a la pretenciosa y aberrante producción de 2012 del propio Teatro firmada por Tcherniakov y criticada en estas páginas con dureza.
Arturo Reverter
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