Me incluyo en el bando de los decepcionados con esta noche operística que, sobre el papel, parecía diseñada para tirar cohetes. Los culpables del desaguisado fueron, sobre todo, la soprano y el director de orquesta. La voz de la señora Meade que yo había escuchado en grabaciones nada tiene que ver con lo oído ayer en el Real. Su aria de presentación fue un desastre, con la voz totalmente descompuesta: cada nota en un sitio, el grave hueco y sin apoyo, el centro con un vibrato desaforado, y el agudo un puro grito. Los intentos por apianar se convertían en una especie de maullido con sordina. Con el paso de la función, la cosa fue cogiendo algo más de hechuras, pero aún así, da la sensación de una voz arañada por el abuso de un repertorio no apto para experimentos.
Por lo que respecta a Heras-Casado, convirtió la orquesta en un carro de combate que embestía a todo el que se ponía por delante. Una dirección estruendosa, pesante, mecánica y desequilibrada (¡qué obsesión con realzar el acompañamiento rítmico de metales y cuerda grave, covirtiendo la orquestación en una especie de charanga de pueblo!). Para rematar la faena, presentó la partitura con los típicos cortes años 50, que ya pensaba uno que estaban más que superados. En definitiva, la típica dirección que consigue que una obra de buena factura, pero con debilidades, parezca peor de lo que en realidad es.
Por el contrario, yo, que no esperaba nada de Domingo, me encontré con una de esas noches en que el divo parecía que se había echado una buena siesta y había comido buenos alimentos: la voz fresca, todavía con algo de resuello y sin hacer sufrir al personal. Leyó la partitura con su competencia habitual y recibió los vítores de rigor. Lo de hacer música, construir un personaje y transmitir emociones, lo dejó para otra ocasión. Y precisamente justo eso que le faltó a Domingo fue lo que derramó Michael Fabiano. La voz (que a mí también me recuerda a la del joven Carreras, con menos terciopelo que el catalán, pero con más pegada y fulgor) brilla sobre todo en el agudo sobre algunas vocales (no la “i” precisamente), pero pierde sustancia en el grave y en el paso, que está sin resolver, todo abierto y por las bravas. Es el típico cantante que, como dirían los viejos maestros, “canta con el capital y no con los intereses”. Aún así, es un artista y hace música, además de dar notas, que es lo que hacen la mayoría. El recitativo de presentación y el aria subsiguiente fueron un modelo de exposición, de fraseo y de caracterización de un personaje. En la escena de la cárcel, le echó testosterona para superar la complicada tesitura, y estuvo un peldaño por debajo en su despedida, con exceso de énfasis y de espasmos. No sabemos cuánto durará, pero habrá que aprovecharlo.
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