Al igual que varios otros foreros, asistí a la representación del pasado sábado 9, y con el retraso que se ve, paso a hacerles partícipes de mis impresiones.
Estrenada en el Liceu en febrero de 2011 por el nunca lo bastante ponderado Michael Boder (Vogt, Kampe, König, Held y Daniel), a modo de ápice de la larga y fructífera era Matabosch y justo antes de que el teatro comenzase a describir la curva descendente en que más o menos desde ese preciso momento se halla, concelebrada el mes de junio siguiente en Zürich por un Daniele Gatti (Skelton, Naef, Salminen, Hampson y Silins) que venía de su determinante experiencia con la obra (y con Herheim) en Bayreuth, esta producción de Guth corresponde a un periodo de dedicación intensa del director de escena alemán hacia el corpus wagneriano, que tras el celebrado Holandés de Bayreuth (2003) le condujo a presentar la totalidad de las obras del canon en un lapso temporal llamativamente reducido (Lohengrin en La Scala, diciembre de 2012; Tannhäuser en Viena, junio de 2010; Tristan en Zürich, diciembre de 2008; Meistersinger en Dresde, octubre de 2007, repuesta luego en Barcelona; y Ring en Hamburgo, entre marzo de 2008 y octubre de 2010), hercúlea empresa que contrasta con la precaución de un Chéreau que dejó pasar veintiséis años después del Anillo para afrontar Tristan, porque (según cuenta Barenboim en el libro de presentación de la próxima temporada de la Staatsoper berlinesa) tenía el miedo de que si afrontaba de seguido la nueva obra, su trabajo resultase ser como una quinta parte del Anillo, convertido así en una Pentalogía.
Esa índole prolífica del trabajo de Guth lleva aparejada como consecuencia inevitable la utilización recurrente de un mismo vocabulario visual, un poco del mismo modo en que muchos compositores producían ópera tras ópera en el espacio de pocas semanas, valiéndose necesariamente para ello de un mismo vocabulario musical. En el caso de Guth, es característica habitual (aun cuando no omnipresente) de sus planteamientos escénicos el empleo de una escenografía rotatoria a través de la cual se van descubriendo al espectador, más que espacios diversos, lo que resultan ser facetas complementarias de un mismo mundo, capas inicialmente ocultas de una misma cebolla, como si el pasado y el mundo interior de los personajes se fuesen iluminando o desvelando progresivamente mediante la aparición o la irrupción de otros espacios a los que a menudo acceden los protagonistas a través de puertas o de huecos que se abren de manera imprevista, un tanto onírica. Precisamente es seña habitual de Guth también el poner al espectador frente a un mundo que presenta extrañas concomitancias con el de los sueños, por la fuerte carga simbólica de muchas de las imágenes que se ponen en juego (entre ellas, asimismo de manera recurrente, criaturas híbridas o teriomorfizadas, seres en parte animal y en parte humano como los que pueblan el jardín de Sachs en el acto segundo de Meistersinger, o los que se aparecen ante la ¿delirante? Kaiserin en Frau ohne Schatten) y por el comportamiento de los personajes, a la vez levemente incongruente con aquello que sería de esperar según la situación dramática, y rigurosamente coherente con una lógica interna de resortes en ocasiones un tanto esotéricos, pero no por ello menos sugestivos. En el caso de las obras wagnerianas, es marcada la preferencia de Guth por localizar temporalmente la acción en el siglo del compositor y en el marco de una sociedad burguesa de un rigor asfixiante en cuanto a la observancia ritual de las apariencias externas, rigor que se contrapone con la extrema violencia de los impulsos más o menos mal reprimidos de los protagonistas. El coro en el tercer acto de Parsifal de caballeros del Grial vestidos con chistera y riguroso frac es el mismo o poco menos que el que aparece en el acto primero del Lohengrin scaligero, y en ambos casos permite al espectador hacerse la idea de una sociedad hostil, formal, encorsetada. Es ese también el mundo en que se desarrolla el Tristan de Zürich, que acude de modo aun más obvio a reproducir los ambientes de una imaginaria Villa Wesendonck, o el Tannhäuser de Viena, cuya teure Halle del acto segundo no es otra que el propio foyer de la Staatsoper.
En todos estos trabajos, y desde luego señaladamente en Parsifal, el foco de atención del regisseur se sitúa sobre la comunidad, sobre la elucidación de los acontecimientos que suceden respecto de un determinado colectivo, del cual los personajes serían una suerte de símbolos o ejemplos o ilustraciones. Al igual que Tcherniakov en Berlín, Guth concibe Parsifal como un poema profano, se preocupa poco o nada por lo sacro del festival escénico y mucho más por lo que este contiene de Bildungsroman, sobre todo en lo que concierne al personaje que da título a la obra, que según van mostrando las sucesivas (bellísimas) proyecciones del caminante, pasa de la desnudez (pureza) en el acto primero, a cubrirse con un pantalón (edad adulta) en el segundo, y al uniforme militar (dominación) en el tercero; pero allí donde Tcherniakov se interesa por explorar (genialmente) en el pasado de los protagonistas (cada uno de ellos auténticos seres de carne y hueso) a fin de explicar las deformidades de su presente, Guth construye una suerte de Bildungsroman de la colmena (llámese huéspedes de un sanatorio, habitantes de un país o simplemente especie humana), y así, nos muestra el presente (acto primero), el pasado (acto segundo) y el futuro (acto tercero) de un colectivo que sin demasiados esfuerzos el espectador puede reconocer como la Alemania traumatizada tras el desastre de la Gran Guerra, si bien la puesta en imágenes retiene las suficientes dosis de ambigüedad o de atemporalidad como para constituir asimismo la narración del devenir de cualquier comunidad traumatizada, desorientada, ensimismada; lo que, no me resisto a apuntar, resulta de una pertinencia visionaria ante esta segunda (y mediocre) Age of extremes que nos está tocando recorrer. Así, la führerlose Ritterschaft a la que alude Gurnemanz mientras cavila en voz alta con Kundry al inicio del acto tercero es la misma comunidad que ya hace acto de aparición desde que se levanta el telón en el acto primero, una comunidad de enfermos, de inermes, de desasistidos, que sobrevive ocupando las deterioradas estancias de lo que en otro tiempo fue una mansión refinada, suntuosa, aristocrática (no me convence la evocación de la casa de baños construida por Mann en su Montaña mágica), donde aventaban sus ocios los sofisticados fantasmas que vemos desfilar al conjuro de Klingsor en el acto segundo, donde ahora las salas de baile sirven para acumular camastros poblados por enfermos convulsos, en lo que parecería ser un hospital de campaña improvisado si no fuese porque esa provisionalidad se advierte que ya ha durado un tiempo demasiado largo como para que el pasado sea más que un recuerdo mítico, un grupo en el que Gurnemanz no es solamente el capellán sino más bien o sobre todo la autoridad de facto, en ausencia de quien debiera asumirla. En paralelo con esta historia, se nos narra o más bien sugiere la de la familia dueña del palacio, cuyo pater familias Titurel designa en el preludio como sucesor al mando de la empresa familiar a su hijo preferido Amfortas, lo que provoca el furibundo e inmediato distanciamiento del hijo preterido Klingsor, distanciamiento que no se cerrará hasta que al final de la obra el poder haya salido definitivamente de manos del círculo familiar, y del ámbito civil, al nuevo y redentor Führer militar, y con ello abandone Kundry, la Mujer, la proximidad tanto de uno como del otro hermano, partiendo hacia una nueva búsqueda. Con este final que sabemos en falso, con esta redención que sabemos que solamente traerá aparejado aun más sufrimiento, este de Guth me parece que es un Parsifal particularmente abierto, particularmente bajo el signo de la Wanderung, de la búsqueda permanente, de lo cíclico y de lo recurrente, que (como una meditación sobre sucesos pasados) podría comenzar de nuevo exactamente en el mismo punto en que finaliza, en el que en cierto modo se hace realidad la célebre frase del primer acto, según la cual el tiempo se hace espacio. Y lo que es más importante, se trata de un Parsifal que cinco años después de ser estrenado, en las precarias condiciones de una reposición, con un reparto que solo en el (ciertamente determinante) papel de Kundry conserva a su protagonista inicial, mantiene su fascinación, su capacidad de sugerencia y su poesía: es más de lo que puede decirse de la mayoría de producciones operísticas, früh welkende Blumen.
En el foso, Bychkov propone una versión completamente diferente de las que realizaron tanto Boder (aéreo) como Gatti (ritual), mucho más apegada a la tierra, como queriendo mostrarse copartícipe del talante profano de la puesta en escena, particularmente en un acto primero que discurre rápido, fluido, pero acaso sin toda la carga de profundidad y de sublimidad y de misterio que posee esta música. La apuesta de Bychkov, como ya en su Lohengrin vienés (2005), parte de subrayar lo sensualmente bello de la escritura wagneriana, con especial atención al colorido de la cuerda, sedosa, múltiple, acariciante. No es que su Wagner suene a Tchaikovsky ni a Puccini, pero es llamativa la riqueza (¿karajaniana?) de la sonoridad que se persigue. En el acto segundo, llama la atención la sensibilidad del maestro a la hora de acompañar a tenor y soprano, de lograr que el espesor del sonido se adelgace sin dejar por ello de estar siempre presente, de conjugar sonoridades a la vez mullidas y evanescentes. Es de todos modos en el tercero cuando Bychkov alcanza lo mejor de su interpretación, haciendo que la música suene con una coherencia sinfónica, inexorable, aplastante, con un refinamiento poco menos que impensado para nuestra orquesta (la diferencia de rendimiento del conjunto respecto de lo escuchado en otros títulos recientes como Rigoletto o Das Liebesverbot es abismal), y en la escena del doble bautismo (acompañada por las proyecciones de todos los sufrimientos y de todos los éxodos pasados, presentes y futuros) con una emoción y una intensidad sobrecogedoras, de fuera de este mundo.
En el reparto las luces y las sombras se distribuyen de manera casi equitativa. Seguramente la prestación más inobjetable sea la de Jerkunica, voz rotunda, noble, profunda, que decididamente apunta a cosas más grandes, y que hace que se desease escucharla durante mucho más tiempo. Todo lo contrario que la de su “hijo” Roth, que (al igual que su personaje) resulta ser del todo insuficiente frente a las demandas que encuentra a su paso, porque la voz carece del empaque y de la dimensión dramática que se precisan, así como de un colorido asociable a la doliente majestad del personaje, sufriendo dificultades especialmente pronunciadas en la parte final del último monólogo, todo lo cual solo de manera muy incompleta redime una pronunciación básicamente clara del texto. Es seguramente esto mismo lo que en mayor medida quepa rescatar de la prestación de Elsner, junto con un color de voz que, si no especialmente bello ni heroico, al menos resulta congruente con el personaje. Ahora bien, la expresión resulta por completo ausente, ayuna de acentos, y el artista aparece desprovisto de cualquier traza de lo que pueda parecerse al carisma. Todo lo que por el contrario podría regalar una Kampe que, nuevamente, se entrega más allá de todo lo razonable, y que más allá de las evidentes limitaciones vocales, particularmente a la hora de arriesgar los agudos, conmueve y magnetiza por la incandescencia de su expresión, sin rival posible actualmente (una vez retirada Meier) en el que seguramente sea su mejor rol. Al contrario que la soprano, Nikitin deja escasos motivos para el recuerdo, con una maldad que tiene más de gesticulación que de verdadera amenaza. Selig, finalmente, es el otro gran triunfador de la sesión: aun cuando el papel de Gurnemanz le conduzca en cierto modo a las fronteras de lo que puede ofrecer con su instrumento, el artista lo sabe y se maneja con habilidad, declamando de manera poética, variada, sacando todo el partido de la nobleza de su timbre. Correctos los intérpretes de los diferentes roles secundarios, sonoro aunque no excesivamente refinado el coro.
La impresión final que deja este Parsifal es la de la belleza absolutamente extraordinaria de la obra, la de que el todo se encuentra de algún modo muy por encima de las imperfecciones de varias de las partes. Cuando se sale así del teatro, es que algo ha funcionado.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
|