Asistí a la representación del domingo pasado. Hacía mucho tiempo, incomprensiblemente, que no regresaba al Palau de les Arts, y como premio de tan cruel ausencia me he perdido unas cuantas cosas bien atractivas (Otello y Forza con Kunde, Norma con Devia, aquella Bohème de Chailly, aquellos Troyens de Gergiev), una demostración más en definitiva de esa regla tonta pero efectiva, según la cual acaba llegándose más tarde a lo que se tiene más cerca. Una espectadora, habitual del teatro, me decía antes del inicio de la función que esto había decaído mucho desde sus inicios, y yo, maravillado como estaba por la belleza de la arquitectura y de las vistas de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, por la luz resplandeciente de Valencia, por la temperatura tan benigna en pleno invierno, por otras cosas que omito, por la perspectiva en fin de regresar a un teatro que tan buenos recuerdos me trae, me resistía a darle la razón.
Aunque evidentemente la tenía. La representación, en efecto, es solamente mediana, porque dos de las patas del trípode operístico, escena y dirección, cojean, y en consecuencia el trípode no se sostiene.
Es magnífico comprobar que la orquesta del teatro sigue presentando el extraordinario nivel que solía y que le otorga el indiscutible primer puesto entre las formaciones de foso de nuestro país, y lo que es mucho más relevante, un nivel perfectamente homologable con el de cualquiera de los grandes teatros internacionales. A lo largo de toda la función, la orquesta expone el denso tejido sonoro urdido por Saint-Saëns con fluidez, diferenciación de dinámicas y adecuado colorido, si bien no sea esta partitura la que de manera más evidente solicite el virtuosismo de los músicos en el repertorio francés. Y sin embargo, la dirección de Abbado, cuidadosa en el acompañamiento de los cantantes, pulcra en el relato, carece de la vibración, de la intensidad, del nervio dramático que debe poseer esta música, adolece de sentido del exceso y de fuego bíblico, es, por decirlo en una sola palabra, aburrida. Ni sentimos como cae destrozado el templo, ni como Dalila descuartiza los sentidos de Samson, ni el odio y la furia y la ceguera que dan sentido al relato. Todo fluye, muy bien sonado, pero muy plano, muy exangüe, como si en lugar del Samson estuviésemos escuchando un Reger dirigido por Heinz Rögner, con perdón de Reger y de Heinz Rögner.
El segundo problema de la función es la poco inspirada propuesta de La Fura. Todo el vocabulario habitual del grupo vuelve a darse cita en esta ocasión, pero desgraciadamente para componer un discurso todavía menos estimulante que el que surge del foso. En los dos primeros actos, se limitan los fureros a una puesta en imágenes puramente estetizante, cuyo atractivo en la escena inicial no tarda en cansar, especialmente en un flojísimo segundo acto, en el que tanto el dúo inicial entre el Gran Sacerdote y Dalila como el subsiguiente y decisivo entre los dos protagonistas se resuelven como enojosos trámites, la dirección de actores brillando por su ausencia, sin que los personajes posean carne, ni personalidad, ni vida teatral. La Personenregie nunca fue el forte de la Fura, pero en una obra como esta, más bien endeble desde el punto de vista dramático, tal carencia se hace menos fácilmente soportable. En el tercer acto, con la oportunidad que ofrece escénicamente la Bacanal, es donde la Fura parece haber concentrado sus esfuerzos; sin embargo, ni la persecución por medio del patio de butacas linterna en ristre puede a estas alturas producir la menor sorpresa en el espectador (entre otras cosas porque el sucedido se avisa copiosamente, tanto en la hoja-programa como por megafonía antes del inicio, como si hubiera que tener las sales preparadas), ni las imágenes un punto gruesas de sacrificios humanos invitan a otra cosa que al hastío, y al recuerdo del juego más pertinente o más sorprendente o más nuevo de las mismas poleas y figurantes en el Anillo, amén de no corresponderse con el espíritu de la música, que en este punto posee una voluntad (tolerable a nuestros oídos o no, es otro tema) orientalizante, pero de un orientalismo como el diecinueve lo concibió, con un barbarismo que quiere ser fascinante, exótico, grandioso; no es en el barbarismo o más bien en las múltiples barbaries del veintiuno en lo que Saint-Saëns está pensando. El problema es que no hay aquí pompa oriental y tampoco hay barbarie, sino a lo más un barbarismo domesticado de telefilme de sobremesa o de serie b, e incluso los mismos movimientos banales de baile en coro y figurantes que ya parece de rigor infligir con ocasión de cualquier música festiva; en fin, la caída del templo, que es la grácil caída al suelo de dos columnas como de papel, y la más bien poco grácil de los figurantes que atestan el primer plano de la escena, resulta menos que poco creíble, resulta a decir verdad risible, más el mohín de una diva en desmayo que el derrumbe de un monumento.
Al menos, en el aspecto de las voces, la representación ofrece indudables motivos para la satisfacción. Eficientes y cumplidores los diversos secundarios, aunque sin especial brillo, incluido Heyboer, que resuelve su parte con correcta discreción, los laureles se los lleva la pareja protagonista. Abrahamyan ha evolucionado de manera considerable desde los tiempos muy recientes en que aparecía concentrada en el repertorio del dieciocho (fue la Cornelia de Dessay y Haïm en Garnier, a comienzos de 2011; y Ottone con Alessandrini en ese mismo teatro, en el verano de 2014). La voz ha ganado mucho en caudal, y seduce sin remisión tanto por el centro oscuramente opulento como el agudo brillante y seguro. Si bien el grave es más bien gutural; y el personaje es impávido, pero de eso probablemente la cantante no tiene la mayor parte de culpa. Escuchando esta Dalila, dan ganas de escuchar su Charlotte y obviamente las partes dramáticas del repertorio italiano parecen hallarse a su alcance. En fin, Kunde, de mayúsculo pundonor por comparecer en escena pese a estar impedido físicamente, se da el gusto como tantos otros Otellos antes que él (Luccioni, Martinelli, Del Monaco, Vickers, Cossutta, Domingo, Cura, Antonenko...) de incorporar al guerrero hebreo en esta fase maravillosamente pazza de su carrera, en que puede pasar en el espacio de semanas de Rossini a Verdi y de Donizetti a Mascagni, y todo con un nivel digno de asombro. Kunde posee los medios de Samson, la amplitud heroica, el sentido de la declamación; y alcanza su mejor momento allá donde su parte llega a ser más interesante, es decir al inicio del acto tercero, donde dibuja con cada palabra un personaje lleno de incertezas. Este Samson que sale herido a escena no posee, lógicamente, la voz fresca y exultante de un guerrero victorioso ni la de un amante ardiente, sino la de un luchador que acude al campo sabiéndose maduro, inerme ante la belleza, eterno en su derrota: es el Samson perdedor, inmóvil y dubitativo de Kunde lo que seguramente quede para el recuerdo de esta representación.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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