Miércoles 5 Festspielhaus, Bayreuth Siegfried
Kirill Petrenko (dirección musical) Frank Castorf (dirección escénica) – Aleksandar Denić (escenografía) – Adriana Braga Peretzki (vestuario) – Rainer Casper (iluminación) – Andreas Deinert / Jens Crull (vídeo)
Stefan Vinke (Siegfried) – Andreas Conrad (Mime) – Wolfgang Koch (Der Wanderer) – Albert Dohmen (Alberich) – Andreas Hörl (Fafner) – Nadine Weissmann (Erda) – Catherine Foster (Brünnhilde) – Mirella Hagen (Waldvogel)
Orchester der Bayreuther Festspiele
Al día siguiente de la representación, las emociones provocadas por este Siegfried continúan siendo tan intensas que me resulta prácticamente imposible poner en orden mis pensamientos y lograr transmitir unas impresiones coherentes acerca de lo que ha sido esta experiencia. Abrumadora de entrada la sensación que sentí al entrar de nuevo en el interior del Festspielhaus, con esa boca del escenario tan increíblemente estrecha, esas gradas romanas que se expanden a los lados generando una sensación de inmensidad superior a la que corresponde a las verdaderas dimensiones del lugar, esa impresión de estar en el interior de una gran caja de música, o de una gran caja de ópera, un lugar quintaesencialmente mágico. Sentado en la fila 16 de Parkett, hacia el lado derecho (con una visión de algo más del 90% de la escena), no tuve una sensación de extrañeza o singularidad acústica tan acusada como el año pasado, aunque sí es cierto que las voces poseen aquí un relieve privilegiado (contra el cliché, resulta que el teatro de Bayreuth es entre otras muchas cosas el templo definitivo de la Celebración de la Voz como summum misterium del teatro musical) y que se empastan naturalmente con el sonido de la orquesta de una manera que no es común en cualesquiera otros lugares.
La representación como tal es fascinante de cabo a rabo, un auténtico viaje hasta el fondo mismo de la ópera, del que no es posible regresar sin secuelas.
La propuesta escénica de Castorf, que tantas polémicas y contrariedades ha suscitado, me pareció en líneas generales (también es cierto que había leído ya muchas cosas acerca de ella y sabía de manera bastante exacta las líneas generales de lo que iba a encontrarme) menos demencial y arbitraria de lo que se ha dicho. Se trata de una visión radicalmente pesimista de la obra, de una negrura por momentos insoportable, con el héroe presentado de manera inequívoca como un anti-héroe, que asesina de manera especialmente brutal y repulsiva a Fafner (a quien acribilla a quemarropa con un Kalashnikov) y a Mime (sobre cuyo cadáver arroja un cubo de basura); que se muestra incapaz de atender a todo lo que no sean sus impulsos más primarios, animales y momentáneos (copula con el Pájaro del Bosque, no entiende una palabra de lo que le dice el Wanderer, se desentiende en la parte final del dúo de las palabras amorosas de Brünnhilde). Quienes rodean al protagonista no son presentados de una manera más positiva. Wotan/Wanderer es un truhán, el jefecillo de algún tipo de entramado criminal, que se dedica a engullir repulsivamente spaghetti bolognese durante la escena con Erda (una prostituta avejentada y amarga que podría haber salido de las páginas del Valle-Inclán más negro); Alberich es, más que nunca, su igual caído en la desgracia, otro delincuente de la misma baja catadura, pero que a todas luces ha tenido menos suerte o menos vista en la gestión de sus fechorías; Mime es un outsider, cuya deformidad física es trasunto (como por demás dicta cierta sabiduría popular) de su degradación psíquica, que habita en una caravana infecta, obsesionado como su hermano por una idea banal y ajena de lo que sea el oro, condenado claramente desde el primer momento a ser una víctima y no el verdugo que se imagina; Fafner es una suerte de líder macarra, camiseta ajustada, barba, botas de cuero por encima de la rodilla, que yace y posee gastando su tiempo y su tesoro con diversas bellezas fugaces de la noche berlinesa. Deslumbrante el hallazgo de convertir al Pájaro del Bosque en la figura de una vedette de revista berlinesa de baja estofa, el único ser capaz de transmitir sueños (de baja estofa) en medio de una Alexanderplatz aterida de vacío que recuerda a la Potsdamer Platz de Kirchner, por su tangibilísima irrealidad, su cualidad de pesadilla en sólido, su salvaje potencia sugestiva. Es el revés o la cara inicialmente oculta de una imponente escenografía rotatoria, que en su otro lado presenta una desopilante versión del Rushmore Mount, pero en el que se hallan esculpidas las efigies de Marx, Lenin, Stalin y Mao (la segunda y la tercera se iluminan durante la confrontación entre Siegfried y Wanderer en el tercer acto, convirtiéndose en los dos protagonistas; sobre el conjunto de las figuras se proyecta, rota la lanza, la imagen brutalmente victoriosa de Siegfried; y durante la primera parte del dúo con Brunilda, en un raro impás en que el amor parece engañosamente posible, las figuras se convierten en perfiles engañosos, como de estrellas o constelaciones que brillan en la oscuridad).
Mi sensación general, al menos en este momento, es que se trata de un trabajo discutible hasta el infinito en lo que se refiere a sus presupuestos de partida, pero admirablemente bien realizado como trabajo teatral considerado en sí mismo, con unas imágenes de una fuerza de sugestión máxima y que posee, más allá del mayor o menor acierto de los varios meandros por los que transita, un planteamiento general coherente y ajustado a una lectura extrema pero posible de Wagner.
Pero la función resulta inolvidable asimismo por el altísimo nivel de la interpretación musical. El reparto que se presenta en escena no está compuesto, es evidente, por las mejores voces wagnerianas de la historia, ni siquiera seguramente por las mejores voces wagnerianas del tiempo presente, pero hasta tal punto se entrega, halta tal punto se integra formando un todo (sí, es el Gesamt-etc.) con lo que se muestra en el escenario y con lo que surge del foso, que en no pocos momentos el espectador avezado a los Anillos de Furtwaengler, Knappertsbusch o Solti llega a tener la sensación (aunque su cerebro le diga lo contrario) de estar asistiendo a encarnaciones poco menos que definitivas de cada uno de los personajes. Vinke debuta este año en el papel protagonista, sustituyendo a un Lance Ryan ya muy desgastado, que el año pasado había sido blanco de las iras del público. El tenor alemán propone un Siegfried-bestia-parda, con una rara correspondencia entre lo que se ve y lo que se escucha: sonidos percutientes, poderosos, metálicos, un color que no puede considerarse agradable, pero una resistencia admirable, un dejarse la piel a tiras que necesariamente provoca el asombro y el aplauso del espectador. Aunque naturalmente el cantante deja mucho que desear si de transmitir se trata la vertiente más tierna o íntima del personaje, que como ya se ha dicho, la puesta en escena por lo demás ignora o arrincona; sus llamadas de amor a Brünnhilde, ese Sei mein! tres veces repetido, en su voz parecen más una llamada a las cabras, y hay otros varios momentos en los que se incide abiertamente en el grito. De entre los Siegfried actuales, Gould propone con toda probabilidad un retrato más completo, matizado y globalmente convincente, pero Vinke resulta insuperado en poderío y fuerza animal. Todo lo contrario se podría decir sobre Koch: la voz es notoriamente de pequeñas dimensiones para el personaje de Wanderer, sin que particularmente en las escenas iniciales del tercer acto alcance la dimensión épica y trágica que pide la música; sin embargo, el cantante maneja magníficamente bien sus medios, esculpe sus frases con la distinción de un grande, redondea (sobre todo al inicio de la representación) algunos más que notables agudos. El personaje está trabajado desde el punto de vista teatral hasta el punto de resultar imposible imaginárselo encarnado por nadie distinto; globalmente, se trata de una prestación memorable. Foster transmite de entrada nuevamente la impresión de una Brunilda-niña, una Brunilda-demasiado-humana, con el centro tan blanco y el caudal tan común. Pero rápidamente, la voz y la artista se despliegan, con una claridad inmaculada en la dicción, una compostura clásica en el fraseo, un grave bien sonoro, unos agudos cortos, sí, pero brillantes, pero poderosos, pero rutilantes. Con la clara salvedad de Stemme, diría que esta es la mejor de las Brünnhilde de segunda jornada que he escuchado en vivo, claramente por encima de Naglestad o Theorin, desfondadas, estentóreas y vulgares. Conrad, cantante formado en la cantera muniquesa, es un Mime minucioso y expresivo en la enunciación de su texto, si bien no posee la fantasía, el exceso y la personalidad de otros intérpretes recientes del papel como Siegel o Ulrich, ni la incisividad que hoy ofrece Ablinger-Sperrhacke. Digamos que resta como un secundario allá donde otros logran hacerse casi los protagonistas de la función. El color noble, oscuro, imponente de Dohmen, presta un relieve inhabitual a Alberich, hace que este sea efectivamente, como quiere Castorf, un Doppelgänger de Wotan. De todos modos, se tiene la sensación de que Koch le gana la partida en el dúo entre ambos, como si Dohmen, pese a toda su experiencia y conocimiento wagnerianos, no hubiera terminado de hacerse por completo con los resortes de su personaje. Hörl es un Fafner de oscuro color y bien dibujado fraseo, se desearía que su papel fuera más prolongado. Weissmann, de medios adecuados pero no especialmente despampanantes, compone desde el punto de vista teatral un personaje llamado a instalarse en la memoria del espectador, agobiante de presencia, de veracidad, de inmediatez. Hagen es un Pájaro metálico, punzante y amargo, perfectamente adaptado por tanto al ecosistema en que habita.
Dejo para el último lugar el elemento que me parece más inequívocamente apto para ocupar, desde ya mismo, un puesto junto a los más grandes hitos de la historia de este teatro; me refiero por supuesto a la dirección musical de Kirill Petrenko. Quien por enésima vez, redescubre a los oídos atónitos una partitura escuchada mil veces y que se creía haber desentrañado hasta sus últimos pliegues. Pues no es así: Petrenko revela dibujos de los metales, texturas de la cuerda, comentarios de la percusión, que no es ya que se escuchen por vez primera, sino es que se escuchan como parte de un todo de una coherencia inatacable, de una nitidez pasmosa, de una fluidez irresistible. Petrenko en esta versión Bayreuth, ante la escena negra de Castorf, propone un Wagner de un vigor dramático inusitado, un Wagner de una impulsividad ciega y animal como las fuerzas brutas desencadenadas sobre el escenario, de salvaje impronta rítmica en el tramo final del primer acto, de lirismo irresistible en los Murmullos del bosque y en toda la introducción a la última escena y la parte inicial del dúo, de arrolladora grandiosidad en la culminación de ese mismo número y de toda la jornada. No puede hablarse en este caso de una orquesta de sonoridades retenidas, ni de contención o reserva emocional, si bien nunca haya siquiera el intento de presentar un espectáculo sonoro, si bien nunca haya siquiera el intento de epatar por epatar, y eso cuando la posibilidad del poder salvaje, ominoso, animal, está ahí siempre presente, y eso cuando disparar a quemarropa con el Kalashnikov de la orquesta wagneriana sería lo más fácil ante un público desarmado; en lugar de ello, Petrenko se muestra más bien como el más fiel aliado de Castorf, acaso de los muy pocos capaces de comprender y secundar su visión de la obra, y hace escuchar un Siegfried que se diría surgido de las entrañas de la Madre Tierra, producto de una fuente de energía primordial, ajena a lo humano.
Es para el director musical la ovación más atronadora con diferencia al final de una representación cuya última escena, con su cortejo impagable de cómicos cocodrilos asesinos, y su protagonista ajeno a las frases incandescentes de una Brünnhilde que canta mirando hacia el público, como en trance chamánico con el público, desata a partes iguales los abucheos y los bravos, los improperios y los pateos, las imprecaciones y las loas; nadie indiferente, nadie indemne, nadie igual a como entró. Como diría Wotan, es la Ópera, estúpidos.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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