FRANKFURT, OPER, 19-4-15
EURYANTHE (Carl Maria Von Weber) Erika Sunnegardh (Euryanthe), Heidi Melton (Eglantine), Eric Cutler (Adolar), James Rutherford (Lysiart) Dirección musical: Roland Kluttig. Director de escena: Johannes Erath.
Obra cumbre del drama romántico alemán y antecedente indiscutible del Lohengrin Wagneriano, Euryanthe es hoy día una incomprensible rareza en los escenarios operísticos. Aunque una razón bien puede ser la tremenda dificultad de los papeles protagonistas, un obstáculo nada desdeñable en plena edad de hojalata del canto.
El reparto reunido en Frankfurt parecía, al menos, “apañado” sobre el papel, aunque la realidad descubrió su incapacidad manifiesta para resolver las dificultades técnicas, vocales y dramáticas de los cuatro personajes principales.
Erika Sunnegardh es un sopranino lírico justito, de centro sordo, totalmente desguarnecido y grave inexistente. Las notas altas son las únicas que suenan y tienen proyección en teatro. Encima, tuvo que cantar su bellísima cavatina al fondo del escenario, por lo que la pieza quedó encuadrada en el apartado “aria senza voce”, de ésas para hacer karaoke. La cantante es musicalilla, aunque aburrida y, asimismo, muy desvaída, en el aspecto interpretativo. Falta de ángel, de ese carácter dulce y ensoñador. Ausente, en definitiva, la heroína romántica. Como ausente resultó el héroe, interpretado por el tenor
Eric Cutler, de timbre anónimo y pobretón, agudos apretados, pródigo en raquíticos falsetes. Su fraseo es compuesto , pero ayuno de la mínima variedad y fantasía. Imposible que
James Rutherford con esa emisión engolada y dura como el pedernal, pudiera siquiera acercarse a cubrir las dificultades del aria de Lysiart. Una voz escasamente dúctil y sin apoyo alguno sul fiato, incapaz para la agilidad, para un canto legato de mínima factura. Nulo también en el aspecto expresivo, en lugar del malísimo de la ópera, parece un colega simpaticote con el que irse de cervezas. Por si fuera poco difícil su parte, tuvo que cantar su aria mientras el escenario giraba a bastantes revoluciones y él subia y bajaba escaleras, además de tener que traspasar una puerta detrás de otra y el hombre tampoco es un atleta. La mejor de todos fue la americana
Heidi Melton, porque al menos, posee una voz de calidad, caudalosa, amplia, redonda y con sonidos restallantes. Los agudos resultaron abiertos y atacados por las bravas, pero de indudable efecto y pegada en sala. Eso sí, el material es indomeñable, la agilidad imposible (como se pudo comprobar en la tremenda
di forza que requiere su impresionante aria del acto primero) y alarmante la ausencia de garra, de temperamento en un papel tan tremendo, antecedente directo de la Ortrud y que tiene que ponerte los pelos de punta.
Magnífica la prestación de la orquesta, especialmente de una cuerda compacta, brillante, sedosa y empastada, pero la competente dirección de Roland Kluttig resultó anodina, plana. Ni hubo contrastes, ni átmósfera romántica, ni tensiones, ni clímax teatral.
La producción, un dislate más, muy centroeuropeo, de los que necesitan libro de instrucciones. Yo no lo llevé y además, debo ser más corto que la manga de un chaleco, porque yo sólo percibí memeces, absurdos, cantantes situados muchas veces al fondo del escenario, afán por despojar a la obra del romanticismo que la esencializa (les sigue causando sarpullidos) y que un final feliz se convierte en triste porque le da la gana a un señor que se cree más listo que los autores. ¿Hasta cuándo habrá que aguantar a estos iluminados?