Aunque está ya dicho todo, comparto algunas divagaciones sobre la última función de la serie, a la que por demás llegué yo también en las últimas, con los ajetreos varios a cuestas del calendario navideño.
Para mí, esta representación fue el reencuentro con la ópera de Britten y con la puesta en escena de Decker, que tanto me impresionaron cuando las descubrí en el estreno de la producción en Barcelona, allá por mayo de 2008. Mucho tiempo ha pasado, la verdad, y mucho ha cambiado también mi grado de receptividad hacia la obra de Britten. Uno de esos compositores a los que el tiempo parece que les va haciendo crecer. Y lo que para mí hace seis años y medio fue una revelación, un deslumbramiento, hoy me produce el mismo efecto que el de volver a ver un lugar amado en el que no hubiera estado desde hacía tiempo. Porque en el fondo, en estos casos se trata tanto de volver a ver como de volver a verse. Venecia es lugar de reflejos, y es una de las razones por las que es letal.
La producción creo que sufre un tanto en su traslado al Real. El escenario más reducido hace que la historia resulte más claustrofóbica, que los personajes tengan como menos aire para respirar. Las vastas imágenes que Decker dispone del paraíso (sotto veste di spiaggia, oppure di Tadzio, oppure di fanciullo caravaggiesco, que todo viene a ser en este caso lo mismo), no llegaban a verse desde mi localidad, pese a estar situada precisamente en el paraíso, en su primera fila, por lo que entiendo que un buen porcentaje del público tampoco habrá llegado a verlas. Y en este caso, perder eso es perder mucho, porque Decker juega con esas imágenes como con instrumentos de percusión visual, tan mágicos como los que pintan la entrada en escena de Tadzio, y de manera que acompañan a la historia, y a la música. A cambio, las menores dimensiones del coliseo madrileño deberían haber facilitado una experiencia más vívida de la actuación de los intérpretes, y sin embargo la impresión en este aspecto no fue más fuerte que la recibida en el Liceu. Dejando aparte estos detalles, la producción mantiene sus atractivos esenciales: la fascinación visual, la fe absoluta en la obra, la capacidad de narrar, el juego permanente con las imágenes-símbolo. Sí, gakugeki, son reconocibles determinados rasgos recurrentes del estilo visual de Decker: el cortejo de payasos entre grotescos y amenazantes, los rostros que se transforman en visiones de pesadilla, la yuxtaposición entre el mundo real y el mundo soñado, este a modo de sombra y de determinante de aquel. Son recursos que el espectador puede reconocer de la genial puesta en escena creada por Decker para Die tote Stadt. Pero no por ello su empleo aquí no resulta menos pertinente e incluso se diría que realza la carga simbólica de la obra, su progresión dramática (valga decir: el viaje de auto-descubrimiento del protagonista), sin que dé la sensación de que el regista se complazca en sus poderes, de que vaya más allá de lo que la obra le pide. A pesar de que podría tan fácilmente hacerlo. En cierto sentido, la virtud más asombrosa de esta puesta en escena es su espartana sobriedad, en correspondencia con la casta personalidad de su protagonista.
En el foso, Pérez imagina y pinta una Venecia menos evanescente y mágica que la de Weigle, con un juego de dinámicas más contrastado, con un sonido más carnoso o más carnal. Más sinfónico y más decimonónico. Como si entre las páginas de la partitura de Britten se hubieran colado algunas de Mahler o incluso de Schumann. El pulso de la narración está asegurado pero en el Liceu creí escuchar más cosas y más sugerentes.
El reparto me deja también alguna sensación ambivalente. Daszak no parece tener problema alguno desde el punto de vista vocal para afrontar su extensa parte, y su articulación es lo suficientemente clara, pero se echa a faltar algo más de fantasía en su interpretación, algo más de diversidad entre las escenas de monólogo interior y aquellas en que interactúa con otros personajes, algo más en definitiva de capacidad para colorear un texto que la mayor parte del tiempo parece que le deje indiferente. En Barcelona, Hans Schöpflin fue un Aschenbach más abismado y a la vez más punzante, de agudos menos sanos pero de humanidad más obvia y más humana. No pude evitar imaginarme lo que sería este personaje en la voz de Padmore, o en la de Schade, o por qué no, en la de Kunde. Melrose, que asumió en el Liceu los roles de English clerk y Guide in Venice, deja en su ascenso a los varios papeles de barítono protagonista una sensación también agridulce; aunque hay conocimiento del estilo (el programa informa de que el cantante está especializado en el repertorio contemporáneo) y trabajo en el papel (en los papeles), se advierte en más de un momento un cierto exceso de énfasis; y la voz suena algo sofocada, por no decir destemplada. Mejor también Scott Hendricks en el Liceu. Costanzo tomaba el relevo de Carlos Mena; el instrumento del contratenor estadounidense probablemente no sea el más bello de los de su cuerda, pero (auxiliado por su posición en la parte superior del teatro) resulta suficiente para plasmar la magia de sus dos breves intervenciones. Correcto y bien preparado el equipo de secundarios.
La obra, en fin (esto es lo que no cambia), sigue resultándome fascinante: una meditación sobre la belleza, sobre aquello por lo que la vida merece la pena, sobre la realidad y sobre el deseo.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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