Uno de los últimos legados directos que van quedando ya del gran Mortier, el Real abre su temporada con la reposición de su propia producción de Figaro, porque a falta de la posibilidad de encargarle una nueva ópera a Mozart, los teatros serios reponen Figaro, y lo hacen muchas veces, y lo hacen en lo posible empleando sus propias producciones (los teatros serios, como las personas serias, saben que no se puede ser sublime sin interrupción), y por lo general llenan el aforo. El público madrileño evidentemente pensamos que sin Mortier todo está mucho mejor y todo va a ser mucho mejor, así que hemos decidido llenar el aforo para ver esta propuesta de Mortier sin Mortier (oh supremo deleite), puesto que con Mortier este Figaro era una cosa manifiestamente pretenciosa y repetitiva, pero sin él es evidentemente algo fresco y hasta elevado (hay mucho texto que leer en los sobretítulos, es cierto, y eso cansa, pero bueno).
Cabe en todo caso la duda razonable acerca de si Mortier, que sancionó la publicación en formato audiovisual de esta producción de Sagi, veía y entendía Figaro de la manera que lo ve y lo entiende Sagi, como una comedia amable, sin aristas, con algunos leves toques de alguna leve melancolía, con esas luces laterales matizadas, esos frescos patios interiores y ese andalucismo idealizado que parecen ser señas distintivas del estilo de Sagi, por no decir elementos recurrentes de sus puestas en escena. Porque algo se dice en la revista del Real de la cuestión revolucionaria y del “profundo drama humano” que encierra esta ópera, pero lo cierto es que sobre el escenario ni lo uno se presenta ni lo otro se evidencia, y el cerebro del Wanderer, definitivamente echado a perder por los excesos del Régie (¿pero qué era el Régie?), no puede evitar acordarse de la humillación y la soledad y la dignidad de la Condesa (decididamente el personaje más noble, y se habla obviamente de nobleza interior, salido de la pluma de Da Ponte) en la puesta en escena de Guth cuando Barbarina se explaya en sus negociaciones con el Conde, ni puede dejar de preguntarse como es que al inicio del acto segundo la Condesa se despierta tan triste después de haber disfrutado de un sueño tan reconfortante, ni puede reprimir el deseo de que Figaro escupa con mayor insolencia su memorable frase, Io non impugno mai quel che non so, aquí más bien desapercibida en el flujo veloz de un recitativo que discurre sin que se exprima ni la mitad del jugo que encierra. Pero en fin, el juego teatral está ahí con un plausible logro general, el vestuario es agradable y el mecanismo de relojería marcha con la precisión posible no tratándose de un reloj suizo: sin la poesía de Strehler ni la vibración de Ponnelle, la puesta de Sagi es hija reconocible de Strehler y de Ponnelle, y como tal permite a un público serio en un teatro serio disfrutar de un Figaro cómico, esto es, serio.
Ivor Bolton es lo que podría considerarse, en dos palabras, un director serio. Presencia habitual en teatros tan provinciales (y poco serios) como Munich o Salzburg, titular desde hace una década de la orquesta mozartiana a la vez más terrenal y más sublime (si es que esas dos cualidades pueden en realidad separarse), de gesto elocuente, ancho, cuadrado, de repertorio más que amplio, director mayormente de orquestas modernas que deja vislumbrar mayormente querencias sonoras historicistas, su manera de hacer música se emparenta no poco con la de los nobles Kapellmeister (y se habla obviamente de nobleza interior) por la atención primordial a la partitura, por la fluidez del discurso, por el servicio a los cantantes, por la coherencia del planteamiento general. Bolton es a menudo un maestro más terrenal que sublime (si es que esas dos cualidades pueden en realidad separarse), es decir, no es lo que comúnmente se entiende por un genio de la batuta, pero ya se sabe que al teatro de ópera no se va al encuentro de lo sublime (ni tan siquiera de lo terrenal), sino a charlar un rato con las amigas, caso de tenerlas. Ayer, Bolton dirigió lo que podría considerarse, en dos palabras, un Figaro serio: claro de texturas pero excesivo de volúmenes, ágil en los tempi pero (sobre todo en los conjuntos) no muy flexible, rico de timbres pero avaro de erotismo. El Figaro de Bolton no es el más profundo (Harnoncourt) ni el más exaltante (Muti) ni el más mullido (Jordan) ni el más espumoso (Ticciati) ni el más pre-determinado (Jacobs) de los de hoy; pero es un Figaro que se acompasa cabalmente al planteamiento cómico, ligero y tradicional de la puesta en escena, que pese a todo logra que el teatro se ponga a girar al final del acto segundo y que se eleve del suelo al final del cuarto, un Figaro que cumple en fin la función fundamental de reconciliación (temporal) con el mundo propia de esta ópera. En la tanda de saludos, un espectador sin duda muy serio dedicó algunos abucheos a Bolton, nuevo director titular en Madrid; este Wanderer piensa que si Madrid deja pasar a Bolton, será una oportunidad perdida (una más) para Madrid, y no para Bolton.
En el reparto, hay un dominador absoluto y se llama Luca Pisaroni. Figaro memorablemente antipático en aquella producción memorablemente trágica de Guth, Pisaroni destaca inmediatamente por la vida y el sentido que impone a cada palabra de su recitativo; su acento es tan noble (y se habla obviamente de nobleza interior) que convierte un personaje agitato, confuso y más bien risible en un ser de pasiones dignas de atención. Afronta el aria a un tempo cautelosamente lento y resuelve con aseo (ya que no con desahogo) la difícil excursión a la coloratura, cada una de las frases admirablemente plantada, ortodoxo pero algo tímido. Seguro, dulce y hasta seductor al entonar Contessa, perdono. Muy atendible también la prestación de Tsallagova, concediendo que se supere el óbice no menor de hallarnos ante una soprano ligera (Despina, Zerlina, Sophie, Nanetta, se hallan en su curriculum), con la consiguiente falta de carne y de sensualidad que el oído ha llegado a esperar en este personaje (esta semana escuchaba a Berganza en la grabación de Klemperer). Pero la cantante dice con gusto y elegancia, y sobre todo en Voi che sapete, se encuentra cómoda; se hubiese deseado aquí un tempo más reposado desde el foso. Se temió lo peor tras escuchar la manera incierta y desabrida en que Soloviy fue sobrepasada por Porgi amor, tras comprobar lo escasamente agraciado del timbre, tras tropezar de bruces con lo terrenal allí donde se espera el abrazo de lo sublime; pero la cantante fue tranquilizándose o asentándose, y al llegar su escena y aria del tercer acto ofreció seguramente el mejor momento individual de la noche, dejando flotar la voz con la complicidad de Bolton (el oboe de voluptuosidad jazzística evocando i bei momenti di dolcezza e di piacere, la cuerda palpitando excitada ante la esperanza di cangiar l´ingrato cor), lanzándose al agudo con soltura al final de la página. No deja excesivos motivos para el recuerdo la pareja protagonista. Wolf es un Figaro de timbre agradable pero de expresividad más bien escasa y de caudal más bien limitado, que deja pasar una por una sus oportunidades de lucimiento; Aprite un po´ quegli occhi termina con la sensación del expediente cubierto. Schwartz es una Susanna más bien impersonal, intercambiable, correcta hasta lo enojoso, pero sin inocencia ni picardía ni erotismo; Giunse alfin il momento termina con la sensación de que lo más divertido que uno puede hacer en ese jardín es echarse un sueñecito. Schneidermann propone la típica Marcellina de voz desabrida y acentos exagerados. Gardelia es una Barbarina luminosísima en el agudo y brillante en la resolución de su aria, que hace desear escucharle en un papel más extenso. Stamboglis es un Bartolo de grave conjetural y malignidad más bien genérica, aunque propicia la colaboración activa en el espectáculo del oyente, llevado a imaginar varias de las frases de su aria. Zapata cantó Basilio, ha de suponerse, aquejado por una indisposición, aun cuando ello no se anunciase por la megafonía del teatro; por lo demás, se convendrá en que no precisa de incurrir en ciertos excesos para infundir gracia a su texto. Tutti contenti saremmo così.
_________________ À partir d´un certain âge, la vie devient administrative - surtout (Houellebecq)
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