Con mi habitual pesadez y pasión por el copiar-pegar os "ilustro" (jeje, que pedante) con un artículo vanguardil sobre nuestra carissima Jenufetta :
Nacimiento (y reconocimiento) de un genio
´Jenufa´, de Leos Janácek, actualmente en la programación del Liceu barcelonés, revela a un compositor excepcional en la ópera del siglo XX
Janácek realiza un trabajo insólito con el que, milagrosamente, consigue mostrarse inmune al pandémico virus wagneriano de la época
MIQUEL DESCLOT - 01/06/2005
El estreno de Jenufa,de Leos Janácek, en enero de 1904, certificó el inesperado nacimiento de un genio de la ópera, a la improbable edad de cincuenta años. No era la primera vez en la historia de la ópera que ocurría algo tan chocante: en 1733, a sus cincuenta años, con el estreno de Hippolyte et Aricie, Rameau inició una carrera fulgurante que le convertiría enseguida en uno de los operistas más importantes del siglo XVIII. Pero el paralelismo termina aquí, porque todo el reconocimiento que inmediatamente obtuvo Rameau le fue regateado durante muchos años al incomprendido Janácek. Las razones de la asombrosa singularidad de la carrera del compositor checo hay que buscarlas en primer lugar en sus propios orígenes: había nacido en la remota Moravia rural, arraigado en la tradición musical del kantor, y había estudiado en la capital morava, Brno, una pequeña ciudad provincial oscurecida por los esplendores de las vecinas Praga y Viena. Luego, a sus veinticinco años, estudió también en Leipzig y brevemente en Viena, pero su inquebrantable conciencia eslava, que le inmunizaba contra la deslumbrante tentación de la música germánica, le hizo volver enseguida a su Moravia natal, donde se dedicó a la enseñanza en la Escuela Normal y en la Escuela de Órgano de Brno. Nada hacía presagiar, en aquel joven epígono de la escuela nacionalista de Smetana y Dvorak, la eclosión de un compositor con personalidad propia. Cuando finalmente se manifestó su interés por la composición operística, Janácek fue víctima de su lejanía provincial: el libretista, J. Zeyer, que había escrito Sárka pensando en Dvorák, le denegó el permiso para usar su texto cuando el compositor ya había completado la obra. Este primer fracaso coincidió con el inicio de una serie de excursiones de recolección de música tradicional, a través de su remota Moravia, que se revelarían de gran trascendencia. El primer fruto fue la ópera El principio de un romance,sobre texto de Gabriela Preissová, compuesta enteramente conmaterial folclórico auténtico. Pero Janácek comprendió enseguida que el uso en crudo de la música folclórica no era un camino viable y retiró su ópera de circulación. Aquel mismo año de 1894 empezó a trabajar en un nuevo proyecto, con la clara conciencia de que tenía que desbrozar tierra incógnita. Se fijó de nuevo en Gabriela Preissová, que en 1890 había escandalizado al público pragués con el drama Su hijastra. La atracción por Preissová no era casual: la escritora, una señorita educada de Praga, había vivido unos años en la Moravia rural y había tomado notas de la vida de sus gentes, que luego usó para sus dramas y narraciones. En ella, pues, Janácek halló un pretexto para ahondar en sus propias raíces. Su hijastra era una historia truculenta situada en un viejo molino moravo, con notables complejidades argumentales, y con un infanticidio central, que ni el público ni la crítica de Praga encontraron digerible: "esas cosas no suceden en la realidad" o "esos no son temas para una mujer". Algo parecido le ocurriría a nuestra Caterina Albert, alias Víctor Català, sólo siete años más joven que la Preissová, con sus dramas rurales; es curioso que nuestra escritora se diera a conocer precisamente con un monólogo titulado La infanticida,ubicado también en un molino, en 1898. Pero a Janácek no le arredraron las críticas sufridas por la obra de la Preissová y se puso a trabajar en aquel drama rural naturalista, sólo cuatro años después del primer éxito verista de Mascagni.La primera novedad operística de la futura Jenufa era que el texto de la Preissová estaba escrito en prosa. Eso liberaba al autor de la regularidad métrica impuesta por los libretos tradicionales, pero al mismo tiempo le permitía romper con la ópera de números cerrados de la tradición checa de Smetana y Dvorak, sin caer necesariamente en la trampa del drama lírico de Wagner (Janácek parece milagrosamente inmune al entonces pandémico virus wagneriano). La novedad impulsa al compositor a replantearse su escritura a partir de los ritmos naturales del habla checa, de lo que surgirá un melodismo radicalmente nuevo, característico de toda la obra de madurez de Janácek: motivos cortos y abruptos, que se desarrollan por repetición variada. Las investigaciones folclóricas le ayudan en tal proceso, pero en la obra ya no hay ni una sola cita de música tradicional: Janácek, como Bartók más tarde, había llegado a una forma de folclore inventado.
Concisión
A su vez, la instrumentación persigue una nitidez de contrastes tímbricos de gran eficacia dramática, reforzada por un gusto por los registros extremos, en oposición al empastamiento de la orquesta tardorromántica de inspiración germánica (aunque ya Mahler, también checo, pero de tradición judía, había acabado con el claroscuro orquestal). A pesar de moverse siempre en un contexto tonal, la escritura de Janácek esquiva a la vez el desarrollo temático y la complejidad contrapuntística, lo que da a la ópera una concisión y una economía de medios realmente insólita en su tiempo. Por supuesto, tantas novedades no podían cristalizar en cuatro días: la ópera le llevó casi diez años de elaboración y de replanteamientos, que pueden apreciarse en el propio desarrollo de la pieza, que todavía no ostenta la homogeneidad estilística de las óperas de los últimos años. Durante esa década, Janácek había pasado de ser un compositor epigonal a convertirse en un operista de primera magnitud que no se parecía a ningún otro. Para ello no había hecho más que indagar en sus raíces: una lección para tanto cosmopolita provinciano que nunca sabrá dónde caerse muerto. Como su admirado Tolstoi, había demostrado que sólo lo particular alcanza a ser universal.
Por descontado, Jenufa no lo tuvo fácil para conquistar a público y crítica. De entrada, Praga rehusó estrenarla en 1903 (Karel Kovarovic, intendente de la Ópera, se cobró así una antigua crítica desfavorable del Janácek crítico), y tuvo que estrenarse en Brno, en condicio-nes precarias y sin esperanzas de repercusión alguna. No fue hasta 1916, con reorquestación impuesta por Kovarovic, que la ópera se pudo estrenar en Praga. Y no fue hasta su estreno en Viena, dos años más tarde, gracias a la traduccióna lemana de Max Brod (quien se convertiría en un campeón ferviente de Janácek, como más tarde de Kafka), que la ópera inició su paseo triunfal por el mundo. |
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