De nuevo, C.M. en LNE:
Tras asistir al estreno en el Campoamor de «El barberillo de Lavapiés» de Francisco Asenjo Barbieri no puedo menos que hacer una reflexión previa que lo encuadra todo: ¡qué barato y fácil resulta el escándalo! Hacía tiempo que a la salida de la función no escuchaba semejantes imprecaciones -que, por cierto, no se manifestaron en los aplausos al final, correctos aunque no exultantes- de conocidas profesoras universitarias y muchas otras señoras habituales de los ciclos musicales con tan alto grado de exacerbación. Un delirio. «Esto es de puticlub de carretera», me comentaba una aficionada con indignación, o «¡esto en Oviedo no se puede consentir!». También el concejal de Cultura aguantó algún chaparrón en relación a la conveniencia de programar estas versiones. Asimismo debe consignarse que otra parte del público salió absolutamente fascinada por la arriesgada propuesta escénica de Bieito. O sea, división de opiniones, riñas enfurecidas y, por tanto, puro teatro, y lo mejor que puede provocar un espectáculo: vida y polémica y no el silencio de los sepulcros.
Bieito es conocido por su trayectoria, entra a saco en los espectáculos, les da tres vueltas de tuerca y sus versiones no dejan a nadie indiferente. Pueden gustar o no, eso ya es asunto personal de cada cual y, para mí, la opinión del público que ha pagado su entrada siempre me merece el máximo respeto. La de todos, no sólo la de algunos, claro. Bien. A partir de ahí debe dejarse clara una premisa. El espectáculo que se ofrece en el Campoamor estos días es uno de los mejores que se han visto en el teatro en la última década. Llega además avalado por su absoluto éxito en todos los teatros que lo han programado -aquí apenas quedan entradas para presenciarlo y ya es el más vendido de todo el ciclo.
Bieito se enfrenta a la zarzuela con motosierra. La rehace y acomoda, pero, y para ello basta con leer el ácido libreto de Luis Mariano de Larra, no pierde el espíritu original. Es decir que «El barberillo» transita por los alrededores del Pardo en romería popular y por la plazuela de Lavapiés, no por los salones del Palacio Real. Es un ambiente popular, no sofisticado, con preocupaciones del pueblo que se entremezclan con la crítica política y de costumbres, en un cuadro realista nada pacato ni cursi, con la voracidad propia del casticismo más lumpen.
El sobretelón del Madrid de los Austrias en la obertura es una «falsa ilusión» que rompe el niño Lope, sensacionalmente interpretado por Daniel Esparza, con un look actual y muy raperillo, que va señalando el itinerario sentimental en el que transcurre la acción. Y, a partir de ahí, comienza la vorágine de un espectáculo que apabulla por los cientos de claves que ofrece, por la transgresión constante, la búsqueda de renovación y las «boutades» pensadas para el escándalo pequeñoburgués o, lo que es lo mismo, con vida teatral como un fresco del viejo y del nuevo Madrid arrancado da igual que sea en Lavapiés, Chueca o la Gran Vía. Lamparilla no es un truhán al uso, tiene la «española fiebre de la política», es un anarquista que quiere un país «sin reyes ni Dios» -afirmación que levantó exclamaciones airadas de una asistente en plena función.
Con su «chupa» de cuero, Lamparilla se mueve en ese rastro escenográfico que muestra las tripas escénicas del Campoamor -teatro dentro del teatro- y lo hace vertiginosamente, como todo el ritmo de la obra. Bieito une los actos, modifica para ello parte de la estructura dramática y cambia el desarrollo con ingenio a través de unas coreografías que son acierto constante, con jotas a brazo caído y gestualidad que emplea la música para reforzar el juego cómico. El pueblo y también los soldados bailan y aquí Bieito se despacha a gusto con la tropa portando globos de colores y don Pedro de Monforte al frente, micrófono en mano, prohibiendo los matrimonios gays y, en calculada ambigüedad, besando a todo el que se le ponga por delante. Pasajes como la copla de las costureras, con Paloma quitándose las bragas, en un semi striptease francamente divertido, Lamparilla con bolsas de unos grandes almacenes, la inteligente caricatura goyesca de don Luis de Haro, y tantos y tantos gags no dan ni un momento de respiro. La tensión creciente alcanza el clímax escénico cuando el escenario giratorio pasa al Madrid de la movida de los ochenta, con la fauna almodovariana en la noche interminable de la capital, ríos de droga, paparazzis y petardas, travestis que saludan a sus tías y mucha, mucha pose, entre tubos de neón. Todo un shock culminando la obra con un apasionado beso entre Paloma y Lamparilla -hermoso cierre que entronca con otros pasajes de gran lirismo y fuerza expresiva conseguidos gracias a una iluminación magistral de Xavier Clot, escenografía funcional y lúcida de Mónica Quintana- y una apoteosis revistera final -llena de morcillas de la actualidad, como toda la obra, desde «Habemus papam» pasando por Zapatero y otras lindezas- que haría las delicias de «Village People».
Bieito, por tanto, transita por un naturalismo escénico descarnado. Es algo consciente, estudiado a partir de la raíz dramática de la obra y da grandeza y ambición al que fue su primer acercamiento a la lírica española. El fuego que desprende la obra, su pasión teatral es el mejor argumento para contrastar una calidad que se defiende por sí misma, sin voceros.
No podría desarrollarse una idea dramática de alto voltaje y riesgo como ésta sin la implicación absoluta del reparto. Debe resaltarse, en primer lugar, el ejemplar trabajo del coro de la Zarzuela, espléndido en lo vocal y sobresaliente en sus aportaciones dramáticas. Y con ellos un elenco de ensueño para una obra de estas características por sus notables prestaciones. No hay duda de que por cantantes de la talla de Beatriz Lanza y Marco Moncloa pasa el futuro del género. Cantan y muy bien y actúan mejor. Verlos interpretar con la frescura que lo hacen sirve para reconciliarnos con un género que lleva décadas maltratado por quienes dicen defenderlo. O lo que es lo mismo, los supuestos defensores han acabando siendo los mayores verdugos de la zarzuela que, asfixiada por los tópicos, caminaba sin retorno hacia el colapso. Por eso enriquece tanto ver y oír la excepcional Paloma de Beatriz Lanza o el genial Lamparilla de Marco Moncloa. Tan bien los dos en sus romanzas, en sus dúos insertos en una aventura escénica en la que la voz sigue mandando, en igualdad a la escena, porque ambos ámbitos suman y aportan. Bien asimismo la Marquesita de Carmen González -aunque siempre algo rígida en la zona aguda- y correcto Julio Morales como don Luis de Haro. Contundentes Tomás Sáez y Luis Álvarez y, como ya he dicho, Daniel Esparza.
En el plano musical, adecuada la «Rondalla Laudare» y muy bien la Sinfónica «Ciudad de Oviedo». Y eso que no lo tenía fácil porque la interacción foso-escena requería minuciosidad y precisión máximas. José Fabra lo consiguió porque es uno de los jóvenes directores que mejor conoce el género. Aporta el rigor preciso a una partitura rica, llena de aciertos y que aquí se desarrolla con entusiasmo desde el preludio hasta el final.
Si algo ha confirmado esta versión del «Barberillo» es que, como la ópera, la zarzuela también está consiguiendo romper barreras. Habrá excesos y también retrocesos. Pero es un itinerario de supervivencia. Los espectáculos funcionan cuando existe una visión unitaria y todos se implican a fondo como hicieron el pasado martes. Después de doce años de festival de zarzuela, Oviedo se merecía un escándalo y si éste llega con calidad, mejor que mejor. Abrir un debate sobre estas cuestiones además de sano es necesario. El Campoamor ha de estar en la vanguardia lírica y esto significa que han de mostrarse las más diversas tendencias. Hace tiempo que, en toda Europa, se han ido superando las majaderías de las supuestas «dictaduras de los directores de escena». Los coliseos líricos están ajustándose a la realidad actual en tropel. París, Londres, Bruselas, Berlín y ahora Milán están apostando por la innovación para frenar la pérdida de espectadores. No estaría mal que Oviedo y su lírica estén ahí. Y tampoco que se tuviese la valentía de traer al festival esa «Verbena de la Paloma» que Bieito estrenó en Inglaterra y que no se ha visto en España. ¡Qué noche apasionada se vivió, qué gran velada de zarzuela!
Anotar que yo me saqué la entrada ayer y sólo quedaban de las más baratas (general) y alguna suelta en anfiteatro de las peores.
_________________ ...la scena a' miei tempi era altra cosa.
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